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EDITORIAL

La extrema izquierda quiere arrebatar la soberanía nacional al pueblo español

Podemos, no ahora sino siempre, ha sido punta de lanza de todos los nacionalismos que abogan por dinamitar la soberanía nacional.

Algo de positivo tuvo el hecho de que la primera y, durante algunos días, única condición que reclamó Podemos al PSOE tras las elecciones generales del año pasado fuera una celebración de una consulta soberanista en Cataluña. Lo mismo puede decirse del artículo de Ada Colau del sábado en El País, o de que la alcaldesa de Barcelona asistiera a los actos de la Diada separatista y al programa de Ana Pastor. Y es que todo ello puede servir para que algunos descubran de una vez lo que Colau, Barcelona en Comú y la formación que lidera Pablo Iglesias siempre han defendido, desde el mismo instante en que irrumpieron en la escena política española: que Cataluña es una nación y que es el pueblo catalán, y no el conjunto de los ciudadanos españoles, el que debe decidir si el Principado sigue formando parte de España.

A pesar de que Podemos ha sido siempre punta de lanza de todos los nacionalismos que abogan por dinamitar la soberanía nacional en beneficio de las supuestas naciones que conformarían el Estado plurinacional español, varios son los factores que explican que buena parte de la clase política y mediática nacional lo haya, si no ocultado, al menos dejado de poner de manifiesto con la debida contundencia. Por un lado, la triquiñuela de no incluir a Podemos entre las formaciones políticas que acabar con la soberanía del pueblo español encontraba y sigue encontrando excusa en el hecho de que no todos –ni siquiera la mayoría– los dirigentes neocomunistas abogan por votar a favor de la independencia una vez llegado el momento de ejercer el mal llamado derecho de autodeterminación. Evidentemente, se trata de una mala excusa, puesto que si se concede a la parte el poder de decidir sobre el todo, esa unidad se quiebra, con independencia de lo que decidan ahora o en el futuro sus componentes. Sin embargo, ese fraude ha servido a buena parte de la anestesiante clase política y mediática constitucionalista para quitar gravedad al avance de las formaciones soberanistas catalanas y defender falazmente aquello de que en el Parlamento catalán éstas tienen mayoría en escaños pero no en votos.

No molestarse en denunciar a Podemos como el principal partido político de cuantos pretender demoler la Nación y el Estado de Derecho resulta, por otra parte, muy cómodo para el PSOE, habida cuenta de que ambos partidos cogobiernan en muchas comunidades y ciudades españolas. Por su parte, el PP rehuye siempre el decisivo debate de ideas, y destacar este rasgo de Podemos le obligaría a combatir intelectualmente el nacionalismo y a rebatir sus delirios identitarios e históricos –especialmente el pseudoderecho a la autodeterminación–, así como a admitir la gravedad de una crisis nacional y un golpe de Estado institucionalizado ante los que Rajoy ha dado repetidas muestras de no saber responder más que con recursos ante un Tribunal Constitucional cuyos pronunciamientos son absolutamente despreciados e ignorados por los nacionalistas tan pronto como se producen.

Por su parte, Ciudadanos parece haber olvidado para qué nació. Por su falta de energía a la hora no sólo de combatir la inconstitucional y liberticida inmersión lingüística que se perpetra en Cataluña, también de hacer frente a un proceso secesionista que convierte inmediatamente en papel mojado cuantas sentencias emite el TC en su contra. Bien está que Ciudadanos, en pasadas campañas electorales, estableciese paralelismos entre lo que propugna Podemos y lo que pasa en Venezuela o en Grecia. Pero los populistas de extrema izquierda de esos países no quieren desmembrar sus respectivos países.

La crisis nacional que padece España –y el crucial papel que en ella desempeña una formación como Podemos– fue orillada en los debates electorales y en los programas de los partidos constitucionalistas. Denunciar el servicio que la extrema izquierda presta al separatismo es esencial para afrontarla y superarla. Pero está visto que, para buena parte de la somnolienta España constitucional, no hay más respuesta a esa crisis que esperar a ver si se resuelve sola.

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