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EDITORIAL

La incógnita Obama

Con la presidencia de nuevo en manos demócratas, la principal incógnita que queda por despejar es cuál de los dos caminos tomará el recién elegido Barack Obama: el de Carter o el de Clinton

Los Estados Unidos de América han demostrado a todo el mundo, una vez más, que son la mayor democracia del planeta y que pretenden seguir siéndolo. La deportividad, el juego limpio, el saber ganar y también el saber perder son algo tan natural en América, tan inherente a su propia tradición política que llama la atención en democracias menos maduras y confiadas en sí mismas como las que hay a este lado del Atlántico. En la noche del martes, Estados Unidos cerró una página de su Historia y abrió otra con total naturalidad, sin traumas, sin cainismos ni cuentas pendientes. Llevan haciéndolo más de dos siglos ante la estupefacción de un mundo que, curiosamente, no hace sino censurar el sistema político que ha obrado semejante maravilla durante tanto tiempo.

La democracia americana es el único modelo referencial que, en rigor, pueden permitirse el resto de democracias mundiales, pero carga sobre sus hombros la responsabilidad de ser la potencia hegemónica. De ahí que sea tan importante quién ocupa la Casa Blanca y qué tipo de ideas pueblan su cabeza. Los periodos en los que el presidente de los Estados Unidos ha sido derrotista, pusilánime o estatista se han correspondido con épocas aciagas para la libertad y para su inevitable corolario de prosperidad económica. Precedentes ha habido varios, aunque quizá sea el de Jimmy Carter el más incuestionable.

Durante la segunda mitad de los años 70 Estados Unidos –y el mundo– se escurrieron por la pendiente de una severa crisis económica y los enemigos de la libertad se adueñaron de Afganistán, Nicaragua e Irán ante la impotencia del inquilino de la Casa Blanca. La presidencia de Carter fue tan nefasta y tan contraria a los intereses del americano medio –y del mundo libre–, que marcó el comienzo de cinco mandatos republicanos separados por la época de Bill Clinton, presidente demócrata cuya principal ocupación de Gobierno fue distanciarse de la herencia Carter. Los años de Clinton prolongaron la hegemonía política republicana y sirvieron de antesala al doble mandato del ahora impopular George Bush.

Con la presidencia de nuevo en manos demócratas, la principal incógnita que queda por despejar es cuál de los dos caminos tomará el recién elegido Barack Obama: el de Carter o el de Clinton. Del camino que decida tomar el todavía senador por Illinois depende buena parte de la fortuna de su mandato. Escarbando en su pasado todo hace temer lo peor. Obama ha sido durante la práctica totalidad de su vida política un radical de izquierdas errado en casi todo y con una pasmosa habilidad de rodearse de amistades muy poco recomendables. Llegado el momento de la candidatura a la presidencia moderó ligeramente su discurso, hijo del cual es el programa que le ha llevado en volandas a la victoria electoral. El resto ha sido, esencialmente, una campaña de mercadotecnia magistral y planificada al milímetro, en la que ha contado más la raza del candidato o las arengas buenistas y vacías que la política en sí misma.

De la raza podría decirse que, si un negro puede llegar a la presidencia sin contratiempos tal y como ha hecho Obama, tal vez sea el momento de retirar de la circulación todas las discriminaciones positivas a favor de los negros que inundan las leyes norteamericanas. Han perdido su sentido. En cuanto al buenismo y la vacuidad, las palabras bonitas y los eslóganes no son de mucha utilidad para gobernar en ninguna nación y menos que ninguna, los Estados Unidos de América.

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