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EDITORIAL

La pedofilia y las campañas contra la Iglesia

No es cierto que la Iglesia Católica, como institución, cometa estos delitos contra los niños y jóvenes a su cargo, como no lo es que la enseñanza pública, como tal, ampare la pedofilia.

Los abusos a menores realizados por parte de sacerdotes de la Iglesia Católica son un grave delito que su jerarquía nunca debió ocultar. En no pocas ocasiones, la certeza de que un sacerdote estaba cometiendo este tipo de delitos se saldó con un traslado de parroquia y el ofrecimiento de ayuda psiquiátrica, sin ningún resultado positivo como se ha demostrado en la mayoría de los casos. Las diócesis norteamericanas que trataron de llegar a un acuerdo extrajudicial con las víctimas de estos abusos fueron más tarde conscientes de que, si su objetivo era evitar el escándalo, éste se produjo multiplicado geométricamente en cuanto los medios de masas conocieron el asunto. Lejos de haber pasado página en un problema tan sensible, los recientes casos conocidos en Irlanda o Centroeuropa demuestran que sigue habiendo curas católicos no sólo indignos de su sacerdocio, cosa que compete únicamente al orden interno de la institución privada a la que pertenecen, sino merecedores de ser sancionados de acuerdo con la legislación vigente en cada lugar.

Ahora bien, dicho esto, conviene recordar algunos aspectos de esta peliaguda cuestión, que la demagogia habitual de la izquierda política y mediática suele pasar por alto intencionadamente. En primer lugar, no es cierto que la Iglesia Católica, como institución, cometa estos delitos contra los niños y jóvenes a su cargo, algo que ciertos medios de comunicación quieren dar a entender cuando tratan este tema. A la luz de los datos, estos escándalos han sido protagonizados por menos del 0,5 por ciento de los sacerdotes en activo, lo que vale tanto como decir que el 99,5 por ciento de los curas jamás ha cometido pedofilia. La precisión es pertinente porque en España ha habido, pongamos por caso, profesores acusados de abusar sexualmente de sus alumnos, pero a nadie se le ha ocurrido decir el disparate de que la educación estatal es un nido de pederastas. El abuso de menores es un delito odioso al margen de quien lo cometa, no sólo cuando el acusado pertenece a un grupo social o, como en este caso, a una institución denostada de continuo por la izquierda.

Pero es que el doble rasero progresista fulge especialmente cuando se trata de conductas relacionadas con el sexo. Hay líderes izquierdistas como el icono de Mayo del 68 y más tarde eurodiputado, Cohn Bendit, que blasonaron en su biografía de haber abusado sexualmente de niños de corta edad, sin que los mismos que claman contra los sacerdotes pedófilos levantaran una ceja. Por no hablar del hecho, constantemente silenciado, del componente homosexual en la inmensa mayoría de casos de pedofilia descubiertos en las sacristías, asunto éste que es celosamente guardado en aras de lo políticamente correcto.

Los responsables diocesanos de la Iglesia Católica han cometido una grave falta en el pasado intentando encubrir estos delitos de sus sacerdotes, en lugar de denunciarlos públicamente en los tribunales de Justicia. A tenor de las palabras de Benedicto XVI dirigidas a los fieles irlandeses, parece que la Iglesia no está dispuesta a cometer de nuevo ese error. Tal vez sería bueno que los que se han sumado, consciente o inconscientemente, a esta campaña contumaz de denigración general de los católicos hicieran lo propio.

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