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EDITORIAL

La rendición del Estado en Cataluña

España será formalmente un país donde el Gobierno se reconoce impotente para hacer que una comunidad autónoma acate la Constitución y las leyes.

El proyecto de reforma educativa aprobado ayer por el Consejo de Ministros culmina la sumisión de los poderes del Estado a la dictadura del nacionalismo catalán en materia lingüística. De aprobarse la norma tal y como ha sido elaborada por el Ejecutivo, España será formalmente un país donde el Gobierno se reconoce impotente para hacer que una comunidad autónoma acate la Constitución y las leyes. No de otra forma puede entenderse que el Ministerio de Educación acepte costear la enseñanza en español en una parte del territorio nacional a través de colegios privados, aceptando de facto la negativa del Gobierno regional de Cataluña a cumplir el mandato constitucional y las sentencias de los tribunales recaídas sobre esta materia.

Si ya es grave que las autoridades de una autonomía se nieguen a cumplir la ley, mucho más lo es que el Gobierno se convierta en cómplice de los delincuentes a despecho de su obligación de cumplir y hacer cumplir la Constitución en todo el territorio nacional. Con esta ley el Gobierno se sitúa también extramuros del orden constitucional, al incumplir su deber de "garantizar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de los deberes constitucionales", tal y como le exige el artículo 149 de la Carta Magna, en el que se regula precisamente el régimen de transferencias. Porque, en efecto, las comunidades autónomas ejercen la competencia de educación en virtud de las transferencias realizadas en su día por el Estado, algo que, visto lo visto, jamás debería haber ocurrido, y no solamente por motivos económicos. No obstante esta política de hechos consumados, el Gobierno sigue teniendo en su mano todas las herramientas para revertir esta situación, desde ordenar a la Alta Inspección que ejerza de una vez sus funciones, inéditas tras quince años de inmersión lingüística obligatoria, hasta poner en marcha los mecanismos constitucionales para revertir una competencia troncal del Estado que, en manos del nacionalismo, se ha convertido en un arma destinada a socavar los derechos fundamentales de quienes no comulgan con sus dictados.

Ante esta concesión inaceptable al nacionalismo catalán, que rápidamente será aprovechada por el resto de autonomías con lengua propia, magro consuelo supone el resto de consideraciones sobre las virtudes de una nueva reforma educativa y sus efectos beneficiosos para el mercado de trabajo. Con ser importante la adaptación de los itinerarios educativos a las necesidades laborales del país, mucho más lo es que todos los niños españoles puedan estudiar en su lengua materna, sin las trabas que ahora han de soportar en las autonomías con Gobiernos nacionalistas. El colmo es que el ministro del ramo blasone de que el Estado se hará cargo de la factura de los colegios privados que atiendan a los niños despreciados por el nacionalismo. Ese comentario por sí sólo descalifica un proyecto de Ley Orgánica destinado a convertirse en la mayor vergüenza legislativa de nuestra historia democrática.

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