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EDITORIAL

Libro caro, Ley de Calvo

Los consumidores comprarán menos porque les tocará pagar más, los editores verán como las cifras de ventas disminuyen y, por último, los escritores sentirán la bajada de la demanda en sus propias plumas.

Llevaba mucho tiempo la cuoti-ministra de Cultura sin regalar a la prensa portentosos titulares y, para reingresar en la galería del disparate, ayer un subordinado suyo, un tal Rogelio Blanco que ejerce de Director General del Libro, confesó a la agencia EFE los planes que el ministerio tiene para con su negociado. El plan de la ministra se condensa esencialmente en sacarse de la chistera una ley de nuevo cuño, "corta y clara" –tanto como sus ideas– que arregle un presumido desbarajuste en el panorama editorial español.
 
La nueva regulación del mercado del libro que tiene en cabeza la ministra se reduce a fijar el precio de todos los libros que se vendan en España. Y no es poco. Hasta ahora, todo distribuidor minorista de libros tenía la facultad de aplicar unos tramos de descuento que, entre otras cosas, han posibilitado que ese producto se haya abaratado considerablemente y, como consecuencia, su difusión haya crecido en la misma medida.
 
Según el subalterno de Carmen Calvo los libros son "algo más que un Código de barras". Y tiene razón, el libro es, además de un código de barras que sirve para facilitar su compra y venta, un instrumento poderosísimo de transmisión del conocimiento, tan poderoso que, hasta hace menos de un siglo, era casi el único. Como tal, como portador de cualidades tan beneficiosas para la sociedad, lo suyo es que este producto sea barato y accesible a todos a los bolsillos. El único modo de hacerlo, y esto lo ha demostrado la experiencia, es liberalizando y dejando a los distribuidores que vendan al precio de mercado que es, dicho sea de paso, el que fijan vendedores y compradores, oferta y demanda. Esto a Rogelio Blanco, director general, y a Carmen Blanco, ministra, les suena a chino, porque ninguno de los dos sabe como se forma un precio. O lo saben y hacen como que no se han enterado.
 
La futura y delirante Ley del libro, que encarecerá los ejemplares en torno al 25% en muchos casos, sólo satisface a uno de los actores en el proceso que va de la creación a la lectura. Ese actor tiene un nombre, los vendedores. Los consumidores comprarán menos porque les tocará pagar más, los editores verán como las cifras de ventas disminuyen y, por último, los escritores sentirán la bajada de la demanda en sus propias plumas. A cambio los libreros, especialmente los de "barrio" –tal y como ha remarcado Blanco– recrearán una edad dorada en la que el gobierno mantenga, por ley, el precio de su producto hinchado artificialmente. Lo más probable, sin embargo, es que no sea así, porque si se lee poco y se escribe menos la consecuencia inevitable es que las librerías, incluidas las de "barrio", cierran.
 
Quizá no sea lo que persiga Calvo, pero es lo que casi con toda seguridad sucederá. Una industria que hoy produce infinidad de títulos, genera multitud de empleos y mantiene encendida la llama de la lectura, puede resentirse gravemente. Y todo por una Ley corta, clara y estúpida. Con la intención declarada de "proteger" a los libreros van a "desproteger" a los editores, a los distribuidores y a los lectores, lo que conllevará la ruina de sus protegidos, de sus libreros de barrio, que, según las cuentas del Capitán Blanco, son los que venden más libros. Eso, evidentemente, sólo se lo cree él. El momento álgido en la venta de libros coincide con la "vuelta al cole", periodo en el que las familias españolas se dejan un pico en los textos escolares. Estos libros se venden, básicamente, en las grandes superficies y en las librerías que aplican descuentos. Por una razón sencilla, a nadie le gusta pagar más por lo mismo. Ni a los sufridos padres de familia, ni al director Blanco ni, muy probablemente, a la ministra Calvo, aunque de esto último ya no estamos tan seguros.  
 
Las asociaciones de padres de alumnos ya han puesto, cargadas de razón, el grito en el cielo. Las organizaciones de defensa del consumidor no han sido menos, y desde la OCU se ha calificado el proyecto de Ley como algo "aberrante e involucionista". Casualmente, entre los pocos que no se han quejado, figuran los representantes de las denostadas "grandes superficies". Quizá porque a ellos, cuya cuenta de resultados no vive de la venta de libros, eso de que el Gobierno les fije un precio ni les viene ni les va, y si les perjudica, lo hace en una medida tan minúscula que prefieren ahorrarse el comentario. Los libreros, los de "barrio", están tan contentos sin figurarse siquiera la que se les viene encima, porque si la gente deja de leer, ellos dejan de comer. Para la ministra, ajena a este tipo de razonamientos tan elementales, el libro caro, Calvo.

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