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EDITORIAL

Los ataques de Iglesias a la democracia no se defienden con bromas

A falta de que el fundador de Podemos llegue, como llegó el del PSOE, a amenazar al presidente del Gobierno, ha hecho prácticamente todo lo demás

Mientras negaba vehementemente estar detrás de las manifestaciones convocadas a las puertas de la Cámara Baja para intimidar a los diputados y los votantes, Podemos desarrollaba su propio Rodea el Congreso desde dentro del mismo Hemiciclo, lo nunca visto desde aquel otro Pablo Iglesias que prometía seguir la legalidad cuando le conviniese y superarla si lo estimaba oportuno.

A falta de que el fundador de Podemos llegue, como llegó el fundador del PSOE, a amenazar al presidente del Gobierno con el atentado personal, Pablo Iglesias Turrión ha hecho prácticamente todo lo demás: ha deslegitimado el resultado electoral y, por tanto, el mismo sistema democrático; ha insultado gravemente a todos los demás diputados llamándoles delincuentes; y ha pretendido hacer uso del Reglamento del Congreso en la mejor tradición de la ley del embudo: la parte ancha para mí y la estrecha para los demás.

Tampoco ha faltado la escenificación teatral tan querida por todos los totalitarios: la salida exprés de todos los diputados de Unidos Podemos, que han estado cinco minutos –sí, cinco- fuera de la cámara, ha sido el broche lamentable a una actuación vergonzosa en la que Iglesias y los suyos han demostrado que no han llegado a las instituciones para servir a los votantes, ni siquiera a los suyos aunque el mandato a los diputados es representar a todos los españoles.

Iglesias y Podemos no han ido al Parlamento para parlamentar, y no hablemos ya de llevar a cabo una labor legislativa: está claro que su intención es organizar todos los numeritos posibles para que se reflejen en las televisiones y fingir que son la oposición, cuando en realidad son la parte grotesca de un juego político del que se van a situar voluntariamente al margen.

Es una estrategia arriesgada y no hay que descartar que ese renovado extremismo sólo sirva en realidad para alejarles más de las posiciones centrales en las que están la mayoría de los españoles y desde las que se puede aspirar a llegar al poder. Pero lo importante no es el rédito que Podemos –o en el caso contrario el PP- puedan obtener, lo importante es que estos números descansarán sobre el prestigio de unas instituciones que ya están bastante estigmatizadas para muchos españoles, y eso es un peligro cierto para el sistema.

Por eso, casi tan grave como la actitud de Iglesias ha sido la del candidato a la presidencia del Gobierno: en ningún momento Rajoy se ha enfrentado a las barbaridades del podemita y, como ya hiciera en la sesión de finales de agosto, se ha limitado a tratar de desbaratar los mensajes de Iglesias con la ironía y la retranca. El tono de compadreo y las risitas entre ambos son una imagen tan o incluso más lamentable que el desprecio hacia la democracia y las instituciones que demuestra el podemita. Ni siquiera tras la espantada de los diputados de Unidos Podemos el presidente en funciones se ha dignado a criticar el espectáculo que estaban ofreciendo.

Es justo reconocer a Rajoy que en ese terreno del sarcasmo se mueve con mucha habilidad y, probablemente, con mucha efectividad desde el punto de vista partidista, pero un presidente en funciones que quiere volver a serlo durante cuatro años más tiene una responsabilidad institucional que no se puede rehuir y, en lugar de pensar en el resultado del debate como si se tratase de un partido de fútbol, debe plantar cara a aquellos que cargan contra la democracia y no dejar que esa defensa en las manos de un parlamentario de tan bajo nivel como Rafael Hernando.

Y si no lo hace el presidente, ¿quién defenderá a las instituciones de Pablo Iglesias?

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