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EDITORIAL

Los funcionarios catalanes y la temeraria renuencia a descabezar el golpe

Cualquier estrategia mínimamente seria destinada a abortar un golpe de Estado pasa prioritariamente por descabezar la rebelión.

Por si fuera poco dislate limitar a seis meses la suspensión de la Administración regional catalana, el acuerdo del Consejo de Ministros por el que se va a proceder a tan surrealista aplicación del artículo 155 de la Constitución no contempla medida alguna contra los cabecillas del golpe de Estado –presidente, vicepresidente y Consejo de Gobierno de la Generalidad– en el caso de que volvieran a desobedecer no aceptando su destitución.

Por lo visto, nada importa que Puigdemont ya adelantara en julio que no acataría ninguna inhabilitación que no procediera del Parlamento regional. Ni que insistiera el mes pasado. Ni que este lunes su consejero de asuntos internacionales, Raül Romeva, haya reiterado esa disposición –que entraña la comisión de nuevos delitos (cuanto menos, de desobediencia y de usurpación de funciones)– al dar por hecho que los funcionarios del Principado obedecerán a las "instituciones catalanas electas".

Si, al menos, los golpistas que siguen detentando el poder en Cataluña ya hubieran sido detenidos y puestos a disposición judicial por todos los delitos penados con cárcel que han perpetrado desde su ilegal convocatoria del 1-O, esta falta de previsión ante una no tan imprevisible nueva desobediencia no tendría tanta importancia. Pero esta es la hora en que la Fiscalía General del Estado no ha presentado querella nueva alguna ni ampliado la que presentó en septiembre contra los cabecillas del golpe, sin que una sola formación con representación parlamentaria haya denunciado tan bochornosa parálisis de la Justicia.

Así las cosas, y en el caso de que los golpistas no se contenten con la impunidad y la cuasi independencia de facto que la clase política española les ofrece a cambio de que no sometan al Parlamento regional la proclamación de independencia de Cataluña, la asunción efectiva de las competencias autonómicas por parte de la Administración central va a depender decisivamente del grado de obediencia de los funcionarios al Gobierno de la Nación durante esos seis meses de aplicación –como máximo– del 155.

El acuerdo del Consejo de Ministros contempla, ciertamente, el escenario de desobediencia de los funcionarios, a los que sí se les advierte de las duras consecuencias –tanto en el ámbito administrativo como en el penal– a las que habrían de enfrentarse en caso de seguir las directrices de los golpistas. Sin embargo, ¿qué injusto y prevaricador acuerdo es este que no hace advertencia alguna a los máximos responsables del golpe y sí a sus subordinados? No será la primera vez, por otra parte, que advertencias de esta índole, y que tanto recuerdan a las que el Constitucional y la Fiscalía emitieron en su día a los Mossos y a los directores de los centros educativos a fin de que no colaboraran con la celebración de consultas ilegales, son ignoradas por los empleados públicos, ya por temor, ya por complicidad. Y no hay que olvidar que, para cuando esos expedientes sancionadores o penales se salden, bien podrían los nacionalistas haber vuelto a sus poltronas como vencedores de las disparatadas elecciones autonómicas que el Gobierno de Rajoy pretende celebrar, como mucho, dentro de seis meses.

Cualquier estrategia mínimamente seria destinada a abortar un golpe de Estado pasa prioritariamente por descabezarlo. Pero en esa tarea no está una clase política que se dispone a invitar al capo del golpe al Senado para que haga allí sus "alegaciones", con la indisimulada esperanza de que renuncie a su Estado soberano en forma de república independiente a cambio de seguir disfrutando de impunidad y de esa residual presencia del Estado español en una Cataluña secuestrada por los separatistas.

Y en esas seguimos, con un Código Penal y con una timorata aplicación del artículo 155 en suspenso, a la espera de lo que decida el golpista Carles Puigdemont.

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