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EDITORIAL

Los radicales, contra el manifiesto

El manifiesto concede unos derechos a los hablantes del catalán o el gallego que los nacionalistas niegan a quienes se expresan en castellano. Si eso es extremista, la postura de Durán se sale del espectro político.

Han tenido que pasar décadas para que nuestros izquierdistas patrios –no todos, pero sí algunos notables– se dieran por enterados de lo que los liberales llevaban denunciando desde el principio: el uso del idioma para separar por parte de unos poderes públicos cuyo objetivo a largo plazo era y es separarse de España. Este abuso ha partido de la concepción netamente totalitaria de conceder derechos a idiomas para así hurtarlos a los únicos que pueden disfrutar de ellos, que son los ciudadanos. Los gobernantes de aquellas regiones, violando sus propias leyes si era necesario, han hurtado a los castellanohablantes de la posibilidad de educar a sus hijos en su idioma, compartido por 400 millones de seres humanos, o la de emplearlo para comunicarse con los servicios públicos.

Es por esa realidad por la que se escribió el manifiesto por la lengua común que ha recibido tantas invectivas por parte del nacionalismo carca, especialmente del catalán. Durán ha sido el último, tildándolo de "expresión extremista del nacionalismo español". Se ve que la sección más radical de ese imaginario nacionalismo es tan tibia que firma un texto en el que se dice que "en los parlamentos autonómicos bilingües podrán emplear indistintamente, como es natural, cualquiera de las dos lenguas oficiales", que reconoce la posibilidad de emplear los idiomas cooficiales como lengua vehicular (si bien no exclusiva, como se hace ahora) o que admite el "derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales". Es decir, que concede unos derechos a los hablantes del catalán o el gallego que los nacionalistas niegan a quienes se expresan en castellano. Si eso es extremista, la postura de Durán se sale del espectro político.

En cualquier caso, casi peor es la demagógica reacción de Zapatero, aduciendo que firmaría cualquier texto que "defendiera al castellano, sí, pero también al catalán". Esa forma de intentar quedar por encima del bien y del mal no es más que una sangrienta burla contra quienes defienden sus derechos contra la aplastante maquinaria estatal. En primer lugar, el manifiesto defiende los derechos de los castellanohablantes, no del idioma en sí, que como tal no puede tener derechos. Y quienes hablan catalán no necesita ser defendidos en ningún manifiesto, porque ya están más que correctamente atendidos por sus instituciones autonómicas. Como presidente del Gobierno español, Zapatero tiene la obligación de defender los derechos de sus ciudadanos, de todos. Si las administraciones autonómicas los pisotean, como es el caso, debe ponerse al lado de quienes sufren ese abuso, no de quienes lo perpetran.

Pero no, a Zapatero lo que le gusta es inventarse derechos inexistentes para luego designarse a sí mismo como ese tipo tan simpática que "amplía derechos de ciudadanía". Los de verdad los desprecia, claro. Es lo que tiene ser progre.

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