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EDITORIAL

Maragall vestido de seda, Rovira se queda

Nos parece claro que Pasqual Maragall ha querido utilizar la rueda de prensa posterior a su encuentro con José María Aznar para utilizar el tono cordial en el que se ha mantenido la entrevista como forma de camuflar el componente radical inserto en su programa de gobierno con los independentistas catalanes. Cometeríamos una grave equivocación si la falsa sensatez con la que Maragall ha querido vender ante la opinión pública española su delirante programa de “reforma” estatutaria y constitucional nos llevara a olvidar que esta supone la negación absoluta del sujeto constituyente y el principio en el que se asienta nuestra soberanía política: la nación española. Aunque Maragall haya utilizado profusamente la palabra España en su comparecencia en el Palacio de la Moncloa, hay que destacar que para él no es el pueblo español –del que nunca habla- sino los “pueblos de España” los titulares de una soberanía que, según sus planes, quedaría atomizada en los ámbitos autonómicos. No hay que olvidar, en este sentido, que Maragall, antes incluso de negociar su gobierno con los independentistas catalanes, ya partía de un programa propio de reforma estatutaria que negaba el carácter de nación a España en beneficio de Cataluña.
 
La cantinela de la “España plural” con la que Maragall envuelve su apuesta soberanista no hace referencia a la obvia variedad de rasgos culturales y lingüísticos de nuestro país, de la que, por cierto, tan buena muestra es Cataluña. Maragall, simplemente, recurre a una expresión amable para referirse a su deseo de que España sea una mera yuxtaposición de naciones soberanas. Por el contrario, “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, en la que se fundamenta nuestra Constitución, tal y como reza su artículo 2, es una idea de esa “España antipática” en la que, tanto Maragall como Rovira, han manifestado reiteradamente “no sentirse a gusto”.
 
Aunque Maragall ayer nos lo haya querido vender como una mera cuestión de proximidad al ciudadano, es su proyecto de desnacionalización de España el que explica su deseo de que cada comunidad autónoma tenga su propia agencia tributaria, su propio Tribunal Supremo o el control de todos los cuerpos policiales. Es también ese deseo desnacionalizador —que no descentralizador- el que le ha llevado a querer erradicar también de la enseñanza secundaria la lengua materna de más de la mitad de los catalanes y la que une a todos ellos al resto de los españoles.
 
España ya es uno de los países más descentralizados del mundo. Maragall, de la mano de los independentistas, lo único que pretende es acabar con los ejes que siguen vertebrando a España como nación, y cometeríamos una suicida equivocación si viéramos sus propuestas como un mero intento de “evitar duplicidades, simplificar la administración o acercar la gestión política al ciudadano”. Desde el gobierno catalán todo se propone desde una óptica y con una finalidad nacionalista, como demuestra su propuesta de Agencia Tributaria. A estas formaciones de izquierda, en realidad, no les importa el desequilibrio entre lo que los ciudadanos individuales de Cataluña aportan al fisco y lo que reciben a cambio del poder político. No se han hecho liberales. Lo que quieren, como nacionalistas excluyentes que son, es impedir que de ese desequilibrio se beneficien ciudadanos que no son catalanes. Nada, pues, tiene de paradójica, su propuesta de Hacienda propia. Es coherente con la compatibilidad que siempre ha manifestado el socialismo con el nacionalismo.
 
Finalmente, hay que señalar la falacia con la que Maragall ha hecho referencia a la posible “dilación” u “obstaculización” de sus planes soberanistas en las Cortes Generales, como si estas tuvieran la obligación de darles el visto bueno. Son las instituciones autonómicas las que han de supeditarse a la soberanía nacional, no al revés. Arenas ha estado acertado al desenmascarar esa implícita trampa dialéctica del presidente catalán. Sin embargo, debería haber hecho referencia explicita a la necesidad de que Maragall retire su amenaza de “drama” en caso de que los representantes mayoritarios del pueblo español no se avengan a sus propuestas soberanistas. Arenas si siquiera la ha recordado en su comparecencia por no empañar la “cordialidad” del encuentro. Maragall ha salido de su entrevista con Aznar afirmando que ha sido un “buen final para un mal principio”. El presidente del Gobierno, por su parte, no ha comparecido ante los medios de comuniación, y nos tememos que en su caso haya pesado más “lo cortes”, que “lo valiente”. Una cosa no está reñida con la otra. Menos aun, en vísperas de unas elecciones y frente a alguien que, como Maragall, afirma estar dispuesto a no quedar “obstaculizado” por el resultado de las urnas españolas.

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