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EDITORIAL

Narcomarxismo-indigenismo en Bolivia

De todos los males que han frustrado el camino de Iberoamérica al desarrollo y la libertad, puede decirse que Bolivia los ha padecido prácticamente todos, y en abundancia, desde que Víctor Paz Estenssoro, en 1952, abriera la puerta, con su programa de nacionalizaciones y proteccionismo, a la combinación letal: nacionalizaciones, proteccionismo, populismo, estatismo y keynesianismo. El resultado fue tres décadas de inestabilidad institucional, de inseguridad jurídica, de sindicalismo revolucionario, de golpes de Estado y dictaduras militares, de corrupción, de clientelismo y de narcotráfico –en el que, por cierto, estuvo implicado algún gobierno militar– que acabaron a mediados de los ochenta en la hiperinflación más devastadora desde la II Guerra Mundial y en el hundimiento de la economía. Así, no es extraño que Bolivia sea el país más pobre del Cono Sur –su renta per capita no llega a los 1.000 dólares– y el segundo más pobre de toda América tras Haití.

Fue precisamente Víctor Paz Estenssoro quien treinta años después, desengañado de las recetas que él mismo puso en práctica –las nacionalizaciones y el proteccionismo–, emprendió en 1986 un programa de reformas fiscales, de liberalizaciones y de apertura exterior de la economía boliviana coordinado por Gonzalo Sánchez de Lozada. Paz y Lozada, que después le sustituyó en la presidencia, consiguieron frenar en seco la hiperinflación en apenas unas semanas, así como reducir considerablemente el déficit público. En apenas diez años, el resultado de las reformas era espectacular: los salarios reales se habían duplicado, el porcentaje de población por debajo del umbral de la pobreza se había reducido al 50 por ciento –a finales de los 70 superaba el 75 por ciento–, la esperanza de vida había aumentado en casi siete años, la electricidad y el agua corriente llegaban al doble de hogares, el porcentaje de analfabetismo se redujo sensiblemente... En suma, el bienestar de los bolivianos se había incrementado considerablemente y Bolivia parecía retomar la senda del desarrollo económico tras largas décadas de progresivo empobrecimiento.

Sin embargo, no son fáciles de remediar en tan poco tiempo los graves errores arrastrados durante décadas. La privatización de las empresas públicas –minería, hidrocarburos, eléctricas, distribución de aguas, aerolíneas, etc.– y la liberalización del mercado laboral han generado el lógico descontento entre el sector de los trabajadores que se beneficiaba del statu quo anterior. Y la erradicación del cultivo de coca ha chocado también con los intereses creados de la población indígena, en gran medida analfabeta, ocupada mayoritariamente en la agricultura y para la que el cultivo de la coca –fácil, de escaso cuidado y de alto rendimiento económico en comparación con los cultivos tradicionales– es una falsa tabla de salvación que les impide incorporarse a la economía regular. El programa del segundo y tercer mandato de Sánchez de Lozada –elegido democráticamente, no hay que olvidarlo– se encaminaba precisamente a profundizar en la apertura exterior, en la atracción de capitales, en las liberalizaciones y en las privatizaciones, que tan buenos resultados habían dado; así como también en la erradicación del cultivo de coca. Pero Felipe Quispe y Evo Morales, antaño enemigos acérrimos, han dejado a un lado sus diferencias para obstaculizar e impedir, junto a las centrales sindicales, aquello que amenazaba sus intereses respectivos y sus cuotas de poder: el progreso y el desarrollo económico.

Con la excusa de la exportación del gas a través de un puerto de Chile –el país que arrebató a Bolivia su salida al mar en 1879– Morales y Quispe han logrado aglutinar el descontento de los sectores más regresivos de la sociedad boliviana bajo la bandera del socialismo marxista, de la antiglobalización y del victimismo indigenista hasta lograr expulsar por la vía de la sedición y del motín callejero al principal artífice de la modernización de Bolivia. Morales y Quispe han retomado la triste tradición del golpe de Estado para imponer a Bolivia una sobredosis de las mismas recetas que causaron su ruina –vuelta al estatismo, a las nacionalizaciones, al anticapitalismo, al nacionalismo y al aislamiento internacional–, aunque esta vez en edición corregida y aumentada con los ejemplos de Chávez y Lucio Gutiérrez. Evo Morales se declara admirador de Chávez y de Fidel Castro, con quienes quiere reunirse en una cumbre paralela a la Iberoamericana del próximo noviembre junto a Lula da Silva y a Kirchner, quizá para intentar constituir el "eje antiglobalización" iberoamericano. Quispe –quien ya dirigió una guerrilla en los años ochenta– anhela la "autodeterminación como nación indígena" de Bolivia. Y ambos están plenamente de acuerdo en liquidar el proceso de modernización iniciado por Lozada, amenazando a Carlos Mesa, el sucesor de Lozada, con nuevos motines.

Triste destino le espera a Bolivia si logran imponerse los representantes de lo peor de la sociedad boliviana, tan pavorosamente ignorantes de lo que significa la civilización y de cómo se crea riqueza y bienestar que se atreven, como Evo Morales, a exigir Aznar en la próxima Cumbre Iberoamericana que se celebrará en Bolivia en noviembre, que los españoles compensen a Bolivia por "los daños que han hecho durante 500 años". Huelga decir que el mal que haya podido causar España a Iberoamérica ya quedó ampliamente compensado con la transfusión de la lengua la cultura y la civilización occidental a unos pueblos que, como los indígenas bolivianos, pasaron de vivir como esclavos bajo el feudalismo comunista de los incas o de los aztecas a ser súbditos del rey de España en plano de igualdad con los españoles. Es una lástima que nunca nadie pida cuentas a individuos como Evo Morales o Felipe Quispe por sumir a Iberoamérica en la pobreza, en el aislamiento y en la falta de libertades. Triste destino el de un continente que, con las excepciones de Chile y Colombia –que lucha desesperadamente por erradicar su cuota de narcomarxismo–, parece dirigirse una vez más hacia el abismo.

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