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EDITORIAL

Obama, con las dictaduras y contra las democracias

No sólo los países islámicos están sufriendo las consecuencias de una falta de liderazgo estadounidense, ahora también Hispanoamérica ve cómo se promociona a las dictaduras en detrimento de los órdenes constitucionales.

El mantenimiento de una doble moral hacia las dictaduras según la bandera ideológica que enarbolen no es algo que deba sorprendernos en Europa. La izquierda siempre ha contado con el beneplácito de las democracias continentales para iniciar todo tipo de "revoluciones" (golpes de Estado) destinadas a instaurar feroces dictaduras. En cambio, lo que se solían llamar "dictaduras de derecha" –caracterizadas no por afinidad alguna con el liberalismo o el capitalismo, sino por erigirse en contra de gobiernos socialistas que pretendían normalmente construir sus propias dictaduras de manera aparentemente democrática– eran constantemente vituperadas y marginadas en la escena internacional.

Por supuesto, la pauta anterior ha tenido sus muy significativas excepciones según por donde soplaran los vientos de los intereses políticos o económicos de cada país en concreto. Por ejemplo, la izquierda nunca tuvo la tentación de tildar a Lenin de derechista por masacrar a los mencheviques; tampoco a Europa en general y a Francia en particular les molestó demasiado que Saddam Hussein persiguiera al Partido Comunista de Irak: a la primera Saddam le servía para canalizar su fobia antiamericana y a la segunda para obtener importantes rentas petroleras.

Estados Unidos, sin embargo, ha mantenido en el s. XX un enfoque pragmático sobre las relaciones internacionales. Con el objetivo de promocionar la libertad –y sobre todo de defender su libertad, que para algo son una nación– se ha aliado en ocasiones con regímenes más que cuestionables pero que eran considerados como el mal menor, especialmente frente a la avanzadilla soviética en plena Guerra Fría. Podrá criticársele que se conformara con lo que los economistas llamarían un "segundo óptimo", pero no que, acertada o erróneamente, haya tomado siempre sus decisiones de política internacional tratando de combatir lo que en cada momento ha considerado las mayores amenazas para la libertad.

Hoy en día, después del derrumbe de la URSS, el islamismo es una de esas amenazas y por ello Estados Unidos no ha escatimado recursos en combatirlo. En América Latina, no obstante, desde hace más de medio siglo, el peligro sigue siendo el mismo: la expansión a todo el continente del comunismo castrista en sus distintas formas. La última mutación de esta patología la encarna Hugo Chávez desde Venezuela y todos los satélites que ha ido colocando en Bolivia, Nicaragua o Ecuador.

Estados Unidos siempre ha entendido la naturaleza de este peligro y el serio riesgo de involución en las libertades que podría experimentar Centroamérica y Sudamérica si se generalizaba el modelo cubano; es cierto que las democracia existentes en estos países pueden calificarse de muchas maneras excepto de liberales y transparentes, pero pocas dudas caben de que el comunismo castrista sería aún más represivo y duradero que el peor de esos regímenes. Por ello, las distintas administraciones estadounidenses –empezando por la de John F. Kennedy, tan recordado estos días por sus supuestos parecidos con Obama–, sin declarar una guerra abierta al socialismo cubano –hoy boliviariano– sí han intentado obstaculizar sus intentos de consolidación y crecimiento.

Obama, sin embargo, ha comenzado a cambiar el guión. No se trata, como opinan muchos, de que el nuevo presidente de Estados Unidos sea un aislacionista que considere que su país no debe inmiscuirse en los asuntos de otras naciones soberanas; más bien, Obama tiene muy claro que el mayor aliado de su Administración es el establishment socialista internacional –muy en particular el europeo– y, para agradarlo, no duda en atacar a las democracias y en acariciar a las dictaduras.

El último ejemplo lo obtuvimos este viernes. Mientras que Obama presionaba al Estado hondureño –por haber actuado en defensa de su orden constitucional– despojándole de toda clase de ayudas salvo las humanitarias, se mostró complaciente con la dictadura castrista relajando el régimen de embargo. Siniestro paralelismo al que ya protagonizara la Organización de Estados Americanos (OEA) el pasado mes de julio amenazando con expulsar a Honduras si no restituía a Zelaya mientras le volvía a abrir las puertas a Cuba (con irónica conclusión, por cierto: Castro se burló de la OEA negándose a entrar y Micheletti se les adelantó, sacando a Honduras de la organización internacional).

Ningún tipo de pragmatismo destinado a favorecer la libertad en el mundo o los intereses de los estadounidenses justifica una decisión semejante de Obama. Si cree que los embargos son instrumentos eficaces para luchar contra las dictaduras, no debería habérselo rebajado a Cuba; y si piensa que lo son –o, en este caso concreto, aunque lo pensara– no se lo debería haber impuesto a la democracia hondureña.

Semejante contradicción sólo puede entenderse como una cesión ante el imaginario colectivo progresista. Ese mismo que considera a Cuba un paraíso y al imperialismo bolivariano un movimiento regenerador de las instituciones. Ese mismo imaginario que en Europa persigue con saña cualquier manifestación religiosa, pero que luego se deshace en elogios hacia las teocracias más implacables con su ciudadanía; ese mismo que rechaza las guerras y los golpes de Estado salvo que vayan encaminados a instaurar el socialismo; ese mismo que, en definitiva, aborrece de la libertad salvo como camuflaje para eliminarla.

Semejante doble moral no es una novedad. La diferencia es que hasta la fecha Estados Unidos no se dejaba embaucar por esta decadencia europea y, ahora, con Barack Obama, parece que quiere recuperar el tiempo perdido abrazándola con entusiasmo. No sólo los países islámicos están sufriendo las consecuencias de una falta de liderazgo estadounidense, ahora también Hispanoamérica ve cómo se promociona a las dictaduras en detrimento de los órdenes constitucionales.

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