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EDITORIAL

Obama recibe el pago a su buenismo proislámico

En la lucha contra el radicalismo islámico la política de Obama no ha podido ser más nefasta, como está comprobando por sí mismo estos días.

La exhibición en circuitos marginales de un bodrio cinematográfico que denigra la figura de Mahoma ha sido la excusa del radicalismo islámico para desatar una oleada de ataques contra las embajadas de Estados Unidos que, hasta el momento, se ha cobrado cinco muertos –uno de ellos, el embajador norteamericano en Libia– y dos centenares de heridos.

No hay la menor justificación para la violencia a que nos tiene acostumbrado el mundo islámico, que estos días está alcanzando niveles de auténtico salvajismo. Pero muchos menos motivos hay todavía para que nada menos que los Estados Unidos de Norteamérica pidan disculpas por un agravio que, en todo caso, es responsabilidad de los autores de ese pésimo video, realizado en uso de la libertad de expresión que impera en los países civilizados.

Obama recibe así el pago a su penosa estrategia de contemporización con los enemigos declarados de su país, que no necesitan una provocación como la que ahora aducen para demostrar el odio que profesan a las ideas de libertad y democracia, principales divisas de la política exterior estadounidense hasta que Obama llegó al poder.

Las concesiones de Obama al radicalismo islámico han sido constantes desde aquel malhadado discurso de 2009 en El Cairo, en el que, entre aplausos del progresismo occidental, declaró su voluntaria inhibición en todos aquellos asuntos que afectaran al mundo islámico, sin discusión la zona más sensible del planeta, y no sólo en materia energética. Su renuncia posterior a liderar la respuesta de Occidente ante los sucesos de la Primavera Árabe ha propiciado que los sistemas políticos surgidos tras las revueltas sean todavía más inestables que los que, a regañadientes, la Administración norteamericana accedió a derrocar.

Al menos en el sensible terreno de la lucha contra el radicalismo islámico, la política exterior de Obama no ha podido ser más nefasta, como él mismo está comprobando estos días. La rendición voluntaria de la primera potencia del mundo libre ante el islamismo no ha servido para aplacar a los enemigos jurados de Occidente sino para envalentonarlos, de forma que cualquier excusa es suficiente para desatar ataques generalizados contra el personal y las instalaciones de Estados Unidos sin el menor embozo, algo impensable bajo el liderazgo de la mayoría de sus predecesores.

En las postrimerías de su mandato, Obama está pagando las consecuencias del buenismo del que ha hecho gala, como si en vez de la primera potencia mundial estuviera dirigiendo una piadosa ONG dedicada al ecumenismo. Cuatro norteamericanos han muerto asesinados y muchos millones más están hoy avergonzados de su presidente y Comandante en Jefe.

Las fechas en que todo esto ocurre no podrían ser peores para Obama ni mejores para los norteamericanos. El presidente de los Estados Unidos ya sabe lo que opinan de él los islamistas a los que intentó apaciguar. El próximo 6 de noviembre conocerá también lo que piensan de su gestión sus conciudadanos.

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