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EDITORIAL

Podemos, en caída libre

Las perspectivas para la formación del desaparecido Pablo Iglesias no pueden ser más negras. Su desaparición por falta de adeptos sería, de hecho, una magnífica noticia.

Podemos está claramente en crisis. Todos los sondeos le vaticinan un retroceso fenomenal en votos, y todo parece indicar que el rechazo de los votantes a la formación ultra comandada por Pablo Iglesias no es momentáneo o fruto de una mala decisión puntual, sino que se trata de una tendencia que viene de atrás, que no deja de cobrar fuerza y que puede adquirir dimensiones de auténtica catástrofe para los neocomunistas.

En la formación morada cunde el desánimo y crece el estupor. Sus dirigentes, acostumbrados a dogmatizar en representación del pueblo desde tribunas mediáticas puestas a su servicio con tremenda irresponsabilidad, ven que una gran parte de ese pueblo que no se les cae de sus bocas charlatanas está definitivamente identificando a Podemos con lo que siempre ha sido: un movimiento liberticida con una agenda política letal, especialmente para quienes menos tienen.

Pablo Iglesias, que no es precisamente el político más valiente del panorama nacional, lleva tres semanas desaparecido. El cabecilla de la formación ultra, en su día presentado sin vergüenza por buena parte de la casta mediática como una suerte de sencillo genio posmoderno y venerado por sus fieles poco menos que como un estratega político sin parangón, está llevando a Podemos, de fracaso en fracaso, al desastre total. Suya fue, por ejemplo, la decisión de poner el partido al servicio del separatismo catalán, que se ha traducido en un sensible descenso electoral de su marca catalana y en la consideración de Podemos en el resto del país como un partido traidor a la Nación. La sabia estrategia de Iglesias, en esta cuestión tan sensible, no ha podido ser más nefasta: pierde en Cataluña y pierde más aún en el resto de España.

Los neocomunistas se creyeron llamados a gobernar España cuando, en lo peor de la crisis económica y con el PP y el PSOE enfangados permamentemente en escándalos de corrupción, las encuestas los señalaron como un nuevo actor político fundamental. Iglesias se veía ya presidente, aunque en su primera cita con las urnas no pudo superar a un PSOE zombificado. Desde entonces, Podemos no es que haya ido casi siempre cuesta abajo: es que Iglesias es el líder político menos valorado hasta por sus votantes, que, para mayor bochorno, valoran más al igualmente descalificable Alberto Garzón, otro que no ha demostrado nada en la vida pero se presenta como el gran salvador de la clase trabajadora, esa gran desconocida para él y para tantos de sus semejantes con acta de diputado.

Frente a un Podemos felizmente diezmado, el otro nuevo actor político, Ciudadanos, no sólo se afianza en sus posiciones, sino que aparece ya en las encuestas disputando al Partido Popular el primer lugar en las preferencias de los españoles con derecho a voto.

Superados los peores tiempos de la crisis económica y con el creciente respaldo a Ciudadanos entre los votantes que aspiran a un cambio sensato en la política nacional, lo cierto es que las perspectivas para Podemos no pueden ser más negras. Su desaparición por falta de adeptos sería, de hecho, una magnífica noticia. Pero lo cierto es que los neocomunistas aún pueden hacer mucho daño, como saben de sobra los sufridos habitantes de Madrid. No cabe bajar la guardia ni darles la menor oportunidad de que vuelvan a coger aire: su gran fuelle, el impresentable Partido Popular empeñado en convertir en su peor enemigo a la formación que le ha permitido seguir gobernando en casi todos los lugares importantes donde aún conserva el poder, no está como para hacerle demasiados favores.

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