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EDITORIAL

Raúl Castro, más de lo mismo

Pese al continuismo, no faltan quienes, como la dirigente socialista Trinidad Jiménez, transmiten la delirante imagen de un Raúl reformista

En el día de ayer, la dictadura comunista cubana realizó el primer cambio oficial en la jefatura del poder ejecutivo del país en más de 49 años. La persona designada para sustituir a Fidel Castro no es otro que su hermano el general Raúl Castro, presidente provisional desde el verano de 2006 y célebre por su dureza en los primeros años de la revolución marxista. Por tanto, nada parece indicar que la sucesión, que convierte Cuba en un extraño híbrido de bolchevismo y sultanismo, conlleve las anheladas reformas políticas y económicas que alivien la situación del pueblo cubano, cada día más pobre, si cabe aún menos libre, y por ende más aislado del resto del mundo.

La elección de Raúl Castro y la reelección del histórico Ricardo Alarcón al frente de la Asamblea Nacional son la constatación de la firme voluntad del castrismo de perpetuarse en el poder a toda costa. Sin embargo, y pese al continuismo, no faltan quienes, como la dirigente socialista Trinidad Jiménez, transmiten la delirante imagen de un Raúl reformista e incluso rupturista. La realidad es que ni el cambio en la indumentaria del nuevo presidente, menos aficionado que su hermano al uniforme militar, ni los confusos mensajes lanzados desde algunas instituciones castristas acreditan el sorprendente entusiasmo de algunos, que en pocos años han pasado de la crítica al régimen a la lisonja vergonzante hacia una de las dictaduras más crueles del planeta.

Nada cambiará en Cuba mientras las detenciones masivas y la represión violenta de cuantas iniciativas surjan a favor de la libertad y la reconciliación nacional sigan estando a la orden del día. Por otra parte, flaco favor hacen a la democracia algunos medios de comunicación "progresistas", más interesados en inventarse falsos "disidentes moderados" y desconocidos "líderes de la comunidad cubana de Miami" que en ofrecer información veraz sobre el estado de postración moral y económica que sufre el pueblo de Cuba.

Tras casi cincuenta años de opresión, justificar la simpatía hacia el comunismo cubano alegando el beneficio de la duda no es sino un sarcasmo y un insulto a la memoria de cuantos han perdido sus vidas en aras de la libertad de su nación o simplemente intentando escapar del castrismo. Por lo tanto, cualquier diálogo o negociación con los actuales dirigentes de la isla debe ser precedido de la implantación de cambios reales, tales como el levantamiento de prohibiciones sociales y económicas, una auténtica apertura informativa y la puesta en marcha de un proceso político que culmine con la instauración del pluralismo político y el fin del sistema de partido-Estado.

A este respecto, las declaraciones de Mariano Rajoy, quien recientemente afirmó que no viajaría a Cuba a menos que hubiera una transición a la democracia, y de dos de los tres principales candidatos a la presidencia de los EE.UU, los senadores McCain y Clinton, quienes también se han mostrado su desconfianza hacia Raúl Castro, nos parecen especialmente acertadas. En cambio, ni la alegría del Gobierno de España ni la mano tendida del candidato presidencial americano Barack Obama son buenas noticias. Convendría que tanto Rodríguez Zapatero como el senador de Illinois recordasen la desastrosa política de acercamiento del presidente Jimmy Carter, que culminó en el éxodo del Mariel y el desencadenamiento de una de las olas peores olas represivas que se recuerdan en Cuba. Tal vez aquellos errores fueran fruto de la ingenuidad. Repetirlos ahora no sería sino perversidad.

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