La crisis parlamentaria catalana, iniciada a finales de febrero a raíz de unas inoportunas declaraciones de Pascual Maragall, ha tocado a su fin. Y lo ha hecho tal y como cabía esperar. No ha pasado nada. Maragall ha fingido disculparse, Mas ha fingido que la disculpa iba dirigida a él, Carod ha fingido que con él no iba la cosa y Pique, el pobre Piqué, se ha quedado con un palmo de narices. Como siempre en Cataluña, los trapos sucios se lavan en casa y cualquier otra consideración queda apartada de la vista, del oído y del olfato de esa casta política que lleva un cuarto de siglo haciendo y deshaciendo a placer en el Principado.
Desde el mismo día en que el president, en una maniobra extraña, acusó al principal partido de la oposición de cobrar un peaje en la adjudicación de obras durante su larga etapa de gobierno, muchos, los más enterados, ya habían vaticinado el final. Al poco tiempo Maragall, aprovechando un viaje a Montevideo, se encargó de confirmar sus sospechas. Y mientras unos hablaban de pacto de silencio o de omertà a la catalana, el jefe de la Generalidad rebautizó la componenda como suflé y habló de administrar una cantidad adecuada de vaselina para que éste viniese a menos. No ha hecho falta mucho más. De regreso de Uruguay, Maragall sólo ha sentido la necesidad de disculparse ante los ciudadanos por su lamentable comportamiento. Clásico recurso de político providencialista, porque Maragall no cometió desliz alguno en destapar una trama de comisiones si es que esta existe. El lugar no era el adecuado, cierto es, pero si hubo contrataciones irregulares cuando CiU gobernaba, los catalanes tienen derecho a saberlo y los jueces la obligación de investigarlo.
Entonces, ¿a qué se debe esa actitud de saltimbanqui?, ¿por qué Maragall ha tirado la piedra, ha escondido la mano y, casi al tiempo, ha vuelto a tirar la piedra? La política catalana, cuyos resortes internos son todo un arcano para el lego en la materia, tiene estos caprichos sicilianos. Convergencia y Unión disfrutó de un poder omnímodo durante más de veinte años. Luces y sombras en una gestión en la que menudearon los escándalos tapados a tiempo, los sobreentendidos y los conchabeos. Al cabo, con los antaño todopoderosos convergentes reducidos a la simple condición de diputados autonómicos, la coalición que surgió de la nada tras la muerte de Franco es el blanco preferente de todos. Es el lobo viejo y herido del que sus congéneres quieren sacar tajada. Si desaparece CiU o, como mínimo, pierde una parte sustancial de votos, todo el espectro parlamentario se beneficiaría de la sangría. Los socialistas recogerían el voto nacionalista templado, los republicanos el radical y los populares el moderado. Un auténtico botín electoral que Maragall ha calculado muy bien. Mas, por su parte, se ha olido la tostada a la legua. El delfín de Pujol conoce a la perfección la debilidad intrínseca de su partido, un partido que sólo ha conocido el poder y las prebendas y canonjías que de él se derivan. Un partido, en definitiva, al que le cuesta respirar fuera de la consejería y del coche oficial.