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EDITORIAL

Suecia: lecturas de un ‘no’

El euro, para los doce países que lo han adoptado, implica que los agentes económicos ya no tienen que preocuparse de la evolución de los tipos de cambio a la hora de planificar sus intercambios o sus inversiones allí donde circula la moneda única. Y para los países que tradicionalmente han abusado de la moneda como instrumento de ajuste de sus desequilibrios económicos –como España–, la moneda única, con sus lógicas e imprescindibles exigencias en materia de deuda y de déficit, ha sido una auténtica bendición que, por primera vez en mucho tiempo, les ha permitido gozar de estabilidad cambiaria y bajos tipos de interés, condiciones imprescindibles para un crecimiento económico sano y estable.

Sin embargo, la moneda única exige mantener constantemente la disciplina financiera y presupuestaria; algo que, lógicamente, exigieron alemanes y franceses a sus socios creyendo que la fortaleza de sus economías era algo consustancial al franco o al marco. Pero, inopinadamente y a la vuelta de muy pocos años, son precisamente las economías francesa y alemana –en Francia, las 35 horas y la hipertrofia del Estado; y en Alemania, una costosísima reunificación– las que más problemas tienen para cumplir las previsiones del Pacto de Estabilidad con el que se crea el euro.

Franceses y alemanes, en pleno estancamiento económico, presionan para que esas condiciones se relajen, y ni qué decir tiene que esta circunstancia no es precisamente un incentivo para quienes se plantean adoptar la moneda única. Quizá no tanto por la “dulcificación” de las condiciones que preconizan franceses y alemanes sino porque se ha visto con demasiada claridad que la política monetaria del BCE acaba siempre adaptándose las necesidades y exigencias –correcta o incorrectamente identificadas– de las principales economías del euro. Aun a pesar de que el nacionalismo monetario carece de racionalidad económica, en todos los países una parte importante de los ciudadanos y de la clase política considera la moneda nacional como uno de los símbolos de la soberanía, casi tan fundamental como la bandera. Y se resisten a enajenar esa soberanía cuando existen posibilidades ciertas de que acabe siendo, a sus ojos, ejercida en contra de los intereses de su país.

El ‘sí’ al euro contaba en Suecia con poderosos partidarios, desde el Gobierno hasta la inmensa mayoría de las empresas. Y, objetivamente, la integración en el euro de un país cuyo PIB depende casi en 50 por ciento del comercio exterior –del cual un 40 por ciento se dirige a la Unión Europea– era un excelente negocio. Además, Suecia cumplía y estaba en condiciones de cumplir las condiciones del Pacto de Estabilidad –3 por ciento de déficit, que en el caso sueco es un superávit superior al 1 por ciento, y 60 por ciento del PIB en deuda pública acumulada, que en Suecia se reduce al 52 por ciento– sin realizar esfuerzos o ajustes extraordinarios. Por si fuera poco, el tipo de interés de la corona sueca es prácticamente idéntico al de la zona euro; con lo que, al menos a primera vista, todo eran ventajas.

Sin embargo, a ojos de los suecos, que ya llevan muchos años integrados en la Unión Europea, ceder más soberanía a una rígida y poco transparente burocracia, muy sensible a las presiones y los intereses de franceses y alemanes, podría poner en peligro su peculiar sistema socioeconómico que, aun a pesar de la elevada presión fiscal, procura una renta per cápita superior a los 20.000 dólares anuales. Ni qué decir tiene que, en lo fundamental, esa cesión de soberanía ya se produjo con el ingreso en la UE, y que el ‘no’ al euro impedirá a Suecia aprovechar plenamente las ventajas de esa integración. Pero eso no quiere decir que el recelo de los suecos no tenga una base racional y que no haya de ser tenido en cuenta en Bruselas. Europa arrastra desde su constitución un considerable déficit democrático, y el hecho de que Francia y Alemania sean incapaces de cumplir los compromisos que, con toda razón aunque con un punto de prepotencia, exigieron a sus socios europeos, justifica, al menos en parte, un ‘no’ que pondrá las cosas muy difíciles a los partidarios del euro en el Reino Unido, el próximo país que celebrará un referéndum sobre la moneda única.


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