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EDITORIAL

Tras la muerte de Arafat

Un pueblo abandonado a su suerte por sus hermanos árabes, traicionado por sus líderes y utilizado hasta la saciedad como coartada de no se sabe bien qué lucha merece disfrutar de las bondades de la paz

A última hora de la noche de ayer el cuerpo de Yaser Arafat, a bordo de un avión francés, aterrizó en El Cairo, la misma ciudad que le vio nacer hace 75 años. Porque Yaser Arafat, hoy conocido mundialmente como el primero de los palestinos, era egipcio de nacimiento. En Egipto creció, estudió y se metió en política, de hecho, su peculiar acento de hablar árabe era egipcio y no jordano como el de la mayor parte de los palestinos.
 
Al calor de los movimientos de liberación que acompañaron a la descolonización a finales de los años 50 el joven Arafat, que había sido en la universidad cairota un diligente activista propalestino, fundó el movimiento Al Fatah (La Conquista). Lo hizo junto con otros árabes y palestinos concienciados con la Nabka o catástrofe que había padecido su pueblo tras el nacimiento de Israel y la primera invasión fallida de los vecinos árabes. El objetivo de los pioneros de Al Fatah se resumía en dos puntos fundamentales: reconquistar un territorio que consideraban suyo y arrojar a los judíos al mar. Su modo de actuar era sencillo: sembrar el terror indiscriminado y debilitar así al enemigo. El propio Arafat lo reconocía en aquellos años sin ruborizarse. “A la gente no le atraen los discursos sino las balas” dijo en cierta ocasión.
 
El fracaso sin paliativos de la campaña militar panárabe para borrar a Israel del mapa en 1967 puso en sus manos todo el poder de Al Fatah, y desde su privilegiada tribuna pudo dar rienda suelta a lo que mejor sabía hacer. Sus primeros y violentos años al frente de la organización terrorista palestina inauguraron la era del terrorismo moderno. La masacre de las olimpiadas de 1972 en Munich, el asesinato de los diplomáticos americanos en Jartum o la matanza de escolares en Maalot hicieron que su figura adquiriese dimensiones épicas, pero no de verdugo infame sino de luchador por la libertad de su pueblo. A principios de los 80, los países europeos premiaron su actitud reconociéndole como líder indiscutible de la OLP y representante del pueblo palestino. El mayor enemigo y principal amenaza de una nación democrática y asediada como la israelí, era, sin embargo, cortejado por medio mundo y agasajado en muchas cancillerías extranjeras.
 
En 1990 apoyó la invasión iraquí de Kuwait en una miope maniobra. En su simpleza consideraba que, una vez controlado el emirato, Sadam volvería sus ojos sobre Israel y se convertiría en el padrino de un nuevo Estado palestino. Erró en el cálculo y hubo de avenirse a las negociaciones auspiciadas desde las Naciones Unidas que culminaron en los Acuerdos de Oslo. Israel le concedió una amplia parcela de poder en lo que se denominó Autoridad Nacional Palestina y mantuvo el proceso de paz abierto hasta que, unilateralmente, el mismo Arafat lo rompió siete años después. En los frustrados acuerdos de paz de Camp David Barak ofreció al Rais mucho más de lo que éste, y por extensión el pueblo palestino, hubiesen jamás esperado. Arafat rechazó la oferta y lanzó las masas a la calle en la tristemente célebre segunda intifada.
 
Con la espantada de Camp David Arafat trataba de enmascarar las cada vez más numerosas acusaciones de corrupción que, desde la propia ANP, recaían sobre él y su camarilla. El consejero Muawiya Al Masri fue tiroteado por denunciar en un periódico jordano las dudosas prácticas del Rais en el Gobierno autónomo y su desmedida ansia de poder. Si como activista del terror se había demostrado efectivo y escurridizo, como gobernante fue un desastre sin contemplaciones. Tuvo en la mano llegar a presidir el primer gobierno del primer Estado palestino de la historia pero no quiso, su maximalismo se lo impedía. “No puede haber paz sin Jerusalén” solía repetir en recordatorio de que el final del conflicto pasaba ineludiblemente por la eliminación de uno de los contendientes.
 
Después de su extraña enfermedad y el más extraño papel que ha desempeñado Francia en torno a sus últimos días, los palestinos se encuentran ante el que quizá sea el mayor desafío de su historia. Un pueblo abandonado a su suerte por sus hermanos árabes, traicionado por sus líderes y utilizado hasta la saciedad como coartada de no se sabe bien qué lucha merece disfrutar de las bondades de la paz. En manos de Abú Mazen, Abú Alá y demás dirigentes de la ANP, queda el destino de este maltratado pueblo. De cómo se arreglen para devolver la concordia a una región devastada por 60 años de guerra depende buena parte de la estabilidad de esta aldea global que compartimos todos. El denostado Sharon ha mostrado ya su intención de contribuir a poner punto y final a un conflicto que ha costado demasiadas vidas a ambos lados de esa línea invisible que divide a dos pueblos hermanos. Palestina vive una oportunidad histórica para su reconstrucción, debe aprovecharla.

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