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EDITORIAL

"Unos por otros, por todo el mundo"

Confiemos en que ejerza su pontificado con la humildad y sencillez de un Francisco de Asís y el ímpetu evangelizador de un Francisco Javier.

Muchos medios de comunicación aseguran ahora que el arzobispo argentino Jorge Mario Bergoglio ya quedó en segundo lugar en el cónclave que designó papa a Joseph Ratzinger en 2005. La afirmación es un tanto especulativa, habida cuenta de la obligación de secreto absoluto, bajo pena de excomunión, que a este respecto pesa de por vida sobre los electores. El hecho cierto, sin embargo, es que el nombre de este bonaerense de 76 años no figuraba en una sola de las quinielas o pronósticos que se habían elaborado en los últimos días. Por el contrario, su designación como 265º sucesor de Pedro ha constituido una confirmación de ese viejo aforismo vaticano que dice: "Quien entra Papa al cónclave sale cardenal".

Bergoglio ha salido del cónclave como papa, pero transmitiendo calidez y sencillez, con una actitud desprovista de todo boato. Ha querido dedicar sus primeras palabras al papa emérito, Benedicto XVI; ha pedido que recemos "unos por otros, por todo el mundo" y ha tenido el inusual y sensible gesto de pedir a los feligreses que lo bendijeran a él antes de dirigirles él su bendición.

Bergoglio será el primer papa que se llame Francisco, el primer papa jesuita, el primer para americano; el primero, en más de setecientos años, que ejercerá su ministerio estando vivo su antecesor. Pero, por encima de estas anécdotas, y al margen de maniqueas etiquetas que ya tratan de encasillarlo, como "centrista en lo social y conservador en lo doctrinal" o de cualquier otra forma, la misión a la que se enfrenta no es tan novedosa pero sí mucho más trascendental: ser instrumento de evangelización, ser el principal propagador de ese transcendental mensaje de fe, esperanza y caridad que hace dos mil años vino a variar el curso de la humanidad.

Naturalmente, el nuevo sucesor de Pedro tiene retos y frentes bien concretos que atender, tales como la secularización, la reforma de la Curia, las relaciones con China y el Islam, la descristianización de Europa o la pérdida de fieles que, como Bergoglio bien sabe, está sufriendo la Iglesia Católica en Hispanoamérica. Sin embargo, todas las reformas y retos a los que se enfrenta la Iglesia Universal se resumen y se deben conducir por la fidelidad y fructificación de ese mensaje evangélico.

Ignoramos, finalmente, a qué se debe que Bergoglio haya escogido el nombre de Francisco. Pero confiemos en que ejerza su pontificado con la humildad y sencillez de un Francisco de Asís y el ímpetu evangelizador de un Francisco Javier.

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