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EDITORIAL

Una visita histórica

Benedicto XVI ha mostrado en sus escritos su admiración por el modelo de laicidad estadounidense, en el que la separación formal estricta entre Iglesia y Estado se ve acompañada del importante peso público de la esfera religiosa.

No es Benedicto XVI un Papa viajero como lo fuera su antecesor, de ahí que cualquiera de sus viajes provoque una mayor expectación de lo que era habitual en los tiempos de Juan Pablo II. Sin embargo, hay visitas con la suficiente importancia que destacarían en cualquier caso, como la que está realizando a Estados Unidos. Cabe temerse que la mayoría de los medios y los comentarios se vayan a limitar a anotar que el Papa ha pedido perdón por los casos de pederastia, cosa que muchos aprovecharán para recordarlos de nuevo, con pleno lujo de detalles. Pero siendo importante, todo apunta a que no será más que una nota al pie al final de estos seis días.

Benedicto XVI ha mostrado en sus escritos su admiración por el modelo de laicidad estadounidense, en el que la separación formal estricta entre Iglesia y Estado se ve acompañada del importante peso público de la esfera religiosa. El proceso de creación de Estados Unidos, cuyas primeras comunidades estuvieron formadas en buena parte por grupos que habían huido de Europa debido a su religión, explica en buena parte el origen de esa dualidad, que Joseph Ratzinger echa de menos en Europa. España es, en ese sentido, un buen ejemplo. Sin ser un estado laico sino aconfesional, lo que lleva a que Iglesia católica y el Estado español tengan más relaciones –seguramente– de las debidas, existe un notable empeño por hacer desaparecer a la religión del espacio público que resultaría inconcebible en un país socialmente mucho más sano, como son los Estados Unidos.

Cabe esperar que el punto álgido de esta visita de Benedicto XVI al país al que tanto admira sea su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas. La misma sede que ha soportado las estupideces de Hugo Chávez escuchará a uno de los mayores teólogos de los últimos cien años alcanzar el nivel de los discursos de Ratisbona y La Sapienza con motivo del 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la que seguramente recuerde la base cristiana de dichos derechos y fundamente su origen en el diálogo entre fe y razón. Y es que lo que nadie podrá negar al Papa es que la consideración de "universal" de los derechos humanos es más un deseo que la constatación de una realidad, porque sólo en la civilización occidental, heredera de la cultura judeocristiana, se respetan realmente. Algo que habrá que recordar cuando los multiculturalistas pongan el grito en el cielo.

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