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EDITORIAL

Vigilar lo que se predica en nombre de Alá

Aquí lo que impera es una suicida corrección politica obsesionada en "no estigmatizar" en función de una tolerancia mal entendida.

A pesar de que Cataluña es la comunidad autónoma en la que más detenciones de yihadistas se han producido y donde más mezquitas y oratorios salafistas proliferan, no se puede negar al comisario jefe de la Policía autonómica catalana, Josep Lluís Requero, fidelidad a la reiterada consigna política de sus superiores de que no estigmatizar el salafismo.

A pesar de que no puede dejar de admitir que esta corriente es "la más extrema del islam", el comisario jefe de los Mossos asegura, tan categórica como contradictoriamente, que lo que no hace "en ningún caso" es "justificar la violencia entendida como la producción de atentados". "Yihadismo no es salafismo", sentencia.

Al margen del hecho de que muchos salafistas no ya justifican sino que practican el terrorismo, más valdría atender a las advertencias que hace unos meses hacía en La Vanguardia el experto en temas migratorios, y representante del Centro de Comunidades Marroquíes en el Extranjero, Mohamed Haidu, contra el salafismo y a favor de "controlar con más rigor el discurso que sale de las mezquitas" en Europa en general y en España en particular.

A pesar de que internet y las redes sociales sean hoy el principal escenario de propaganda, captación y radicalización yihadista, los servicios antiterroristas españoles siguen considerando que no pocas mezquitas están siendo utilizadas como graneros del terrorismo islamista. No es tan extraño: lo que algunos perpetran en nombre de Alá lo predican otros en nombre de Alá: que esa doctrina criminal constituya o no el "islam verdadero" o el auténtico salafismo no es lo decisivo; lo decisivo es que su prédica debe ser proscrita y perseguida en toda sociedad que quiera preservar la libertad –incluida la religiosa– y la seguridad de sus miembros.

Así parecen haberlo entendido tanto el Gobierno como la oposición en Francia, al defender abiertamente la expulsión de los imanes que recen "oraciones de signo radical" y el cierre de las mezquitas en las que haya "personas que propaguen el odio". En 2010 se cerró la mezquita Taiba de Hamburgo, donde se reunieron los autores del 11-S, y su centro cultural asociado, desde donde se seguía reclutando y ayudando a los yihadistas. Por su parte, el Gobierno tunecino, tras los atentados de Susa, ordenó el cierre de ochenta mezquitas.

Aquí parece, sin embargo, que lo que impera es una suicida corrección política obsesionada con "no estigmatizar" a nadie en función de una tolerancia mal entendida.

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