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EDITORIAL

Vuelve la Guerra Fría

La UE debería dejar a un lado los parabienes hacia Putin replanteándose las relaciones con su Gobierno y, especialmente, el tema del suministro de gas, producto de primera necesidad que no puede quedar en manos del estado ruso y su camarilla empresarial.

Por tercer invierno consecutivo el Gobierno ruso, a través de la empresa gasística Gazprom, ha provocado un corte del suministro de gas a Europa central y oriental. De los yacimientos rusos y de los de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia proviene una buena parte del gas que se consume en Europa occidental, y la totalidad del que consumen los países del este del continente. La infraestructura de gasoductos que permiten el tráfico del gas desde las estepas asiáticas hasta la costa atlántica europea recorre varios países, y su vía de entrada a los mercados principales del occidente europeo es Ucrania. En ese punto es donde siempre se producen las fricciones que han hecho estallar las sucesivas crisis del gas.

En los últimos años, y gracias a que el precio del gas está acoplado al del petróleo, Rusia y, sobre todo, las empresas energéticas que viven arrimadas al Kremlin, han hecho fabulosos negocios. No en vano Gazprom es una de las mayores empresas del mundo y la más importante de Rusia. El gas y sus extraordinarios beneficios a corto plazo ha convertido a la economía rusa en una dependiente crónica de este producto, hasta el punto de que el gas es hoy un aporte indispensable al PIB nacional.

Hace sólo un año, ante el panorama alcista de las materias primas, los rusos podían permitirse el lujo de rebajar el precio del gas a Ucrania a cambio de que ésta redujese su tasa de tránsito hacia otros mercados más rentables. La situación actual es muy distinta. Rusia ha entrado en recesión y necesita sacar el máximo partido a su recurso natural por excelencia. Por eso la gasística ha tratado de imponer al Gobierno de Tymoshenko la tarifa europea. Ucrania ha pedido una carencia de tres años para adecuarse a esa tarifa siempre y cuando Gazprom pague la tasa de tránsito completa. Este desacuerdo ha ocasionado el corte de suministro. Hasta aquí los hechos puramente comerciales que, por descontado, no sirven de mucho para entender las causas reales del conflicto.

Rusia está embarcada desde la llegada al poder de Vladimir Putin en la reconstrucción de su área de influencia en lo que un día fue la Unión Soviética. Su principal arma es el gas, cuyo suministro cumple dos funciones; por un lado llena las arcas de las empresas energéticas y del Estado y, por otro, mantiene una suerte de chantaje sobre los principales países de la Unión Europea. Por lo primero estalló la breve guerra del Cáucaso del pasado verano, y por lo segundo, los principales abogados defensores de Putin hay que buscarlos en occidente. No es casualidad que el principal adalid del gasoducto del Báltico que, una vez construido, conectaría el golfo de Finlandia con la costa alemana saltándose a los países de Europa del este sea el ex canciller alemán Gerhard Schröder.

La crisis mundial y la caída de los precios en las materias primas ha puesto todo patas arriba. El flujo de divisas imprescindible para el funcionamiento del tinglado empresarial y estatal que patrocina Putin está seriamente comprometido. Sin dinero no hay influencia, de ahí la importancia de presionar a Occidente con el suministro de gas cuando más falta hace, en la semana más fría del año. La Unión Europea debería dejar a un lado los parabienes hacia Putin replanteándose ya de paso las relaciones con su Gobierno y, especialmente, el tema del suministro de gas, producto de primera necesidad que no puede quedar en manos del Estado ruso y su camarilla empresarial.

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