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EDITORIAL

Zapatero: necio y sin principios

Un gran político es el que sabe poner la astucia al servicio de unos principios inviolables que, en última instancia, inspiran y deciden todas sus actuaciones. Y el mejor político de todos es el que mejor elige sus principios. Es decir, los principios que mejor sirven al progreso y el bienestar de la sociedad. Un político poco astuto pero honrado, que sepa anteponer la defensa del interés general a la tentación del poder a cualquier precio, sin llegar a ser grande, merece el respeto y la gratitud de todos. Porque, al menos, contribuye a defender las instituciones que sustentan la libertad y el bienestar de los ciudadanos. Un político astuto y sin principios sólo persigue su interés personal y el de su clientela. Pero, al menos, es consciente de que su falta de escrúpulos debe tener un límite. Y ese límite es, precisamente, la conservación de aquello que quiere adquirir para sí y para sus clientes. Es decir, nunca llega al punto de perjudicar al adversario si, con ello, se perjudica a sí mismo.
 
Pero la peor de las combinaciones es la necedad y la falta de principios. Porque, al contrario de lo que sucede con el político honrado, la insensatez y la falta de principios, azuzadas por el ansia de poder, no conocen límites: ni siquiera el del instinto de supervivencia. El necio sin escrúpulos no duda, como dice el aforismo, en sacarse un ojo –o incluso los dos– si con ello cree que puede cegar al adversario. José Luis Rodríguez Zapatero comenzó siendo un político poco astuto, aunque con trazas de honradez y de fidelidad a ciertos principios elementales, como demostró durante el primer año de su liderazgo al frente del PSOE. Pero Polanco y Cebrián le obligaron a renunciar a su mejor activo político: la honradez y la lealtad hacia las instituciones y hacia el adversario. Circunstancia que aprovechó Maragall –otro necio sin principios– para pasarle al cobro las letras que Zapatero le firmó cuando quiso dejar de ser culiparlante para convertirse en el secretario general del PSOE.
 
Hemos repetido muchas veces que Zapatero y el PSOE dejaron de ser la alternativa de gobierno que la democracia española –como todas las democracias– necesita. Dejaron de serlo en el momento en que el leonés de la vacua sonrisa aceptó hacer política al toque de corneta de PRISA. Pero lo peor estaba por venir: era difícil prever que quien promovió la firma del Pacto Antiterrorista aceptara, a cambio de un espejismo de poder, encadenar su suerte a la de Maragall, quien sólo desea culminar su carrera política a cualquier precio. Aun en el triste papel de "reina madre" de un gobierno catalán dominado por filoetarras que pactan excepciones territoriales con los asesinos de la boina y que emplean el mismo tono y lenguaje que los justificadores del coche bomba y del tiro en la nuca.
 
Por poderoso y omnipresente que pueda ser el aparato de intoxicación y propaganda que Zapatero tiene a su disposición, no hay sofismas que puedan ocultar la cruda realidad a los ojos de los ciudadanos: Zapatero ha sido incapaz de desautorizar públicamente a Maragall, quien valora más su alianza con ERC y su presidencia simbólica de la Generalitat que la observancia de las más elementales reglas de la dignidad y la decencia política. Y el PSOE, en Cataluña, concurre al Senado en compañía de quienes han pactado con ETA "excepciones territoriales". En alianza para gobernar España con quienes empiezan a reaccionar "al impuesto revolucionario de la hispanidad obligatoria", que han puesto en marcha la cuenta atrás del sectarismo antiespañol y que se permiten incluso "depurar" a los barones del PSOE que no les caen simpáticos: Bono, Vázquez y Rodríguez Ibarra.
 
Pero en lugar de aliarse con el adversario para derrotar al enemigo común, los nacionalismos liberticidas y la izquierda antisistema, y desterrarlos para siempre de la política nacional, Zapatero ha preferido aliarse con los enemigos de España y de las libertades democráticas para derrotar a un leal adversario político al que es incapaz de vencer en buena lid. Como Maragall, Zapatero está usurpando un espacio político que no le corresponde: el de una izquierda nacional que no odia tanto a la derecha como para meterse en aventuras políticas que den al traste con las libertades y la prosperidad que tanto esfuerzo han costado alcanzar.
 
La desmedida ambición de Zapatero, junto con su falta de principios, le han hecho creer que, una vez en La Moncloa, podrá dominar a su antojo los demonios que ha suscitado y de los que ahora se sirve. En su necedad, cree que su destino será distinto del de Maragall. Por ello, Mariano Rajoy acierta de pleno cuando pide el voto "a los socialistas que quieren estar con esos barones y no con Carod Rovira". Pues en estas elecciones no se ventila el que gobierne la derecha o la izquierda. Se decide mucho más que eso: la estabilidad política e institucional que garantiza el ejercicio de las libertades democráticas en todo el territorio nacional. Algo que cualquier persona sensata, amante de la libertad y libre de prejuicios y sectarismos debe defender antes de tomar una posición política, sea la que sea.

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