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EDITORIAL

Zapatero no quiere una "amarga victoria"

Ha sido la obsesión por encontrar atajos en el camino hacia La Moncloa, cuya fecha de llegada, antes del chapapote y de la guerra de Irak, estaba prevista para 2008, lo que ha perdido al PSOE. Porque, por escasa que sea la cultura política de los colaboradores de Zapatero, en el PSOE tendrían que haber advertido, especialmente después del 25 de mayo, que el radicalismo en la oposición sólo tiene posibilidades de rendir frutos electorales cuando el Gobierno lo ha hecho rematadamente mal y cuando, al mismo tiempo, se presenta un programa alternativo suficientemente sensato y coherente, que aporte soluciones creíbles a los errores y carencias de quienes ejercen el poder.
 
Y en la actualidad, no se da ninguna de esas dos condiciones: en cuanto a la primera, hay que decir que los ocho años de Aznar serán recordados, probablemente, como una de las épocas más brillantes de la historia de España. Y en cuanto a la segunda, es obvio que el PSOE ha malgastado un tiempo y un esfuerzo preciosos en flirtear con las fuerzas políticas antisistema y en secundar las burdas campañas de demagogia y desprestigio del grupo PRISA. Tiempo y esfuerzo que el equipo de Zapatero tendría que haber empleado en elaborar un programa de gobierno creíble que, al menos, no pusiera en peligro los evidentes logros de la gestión del PP.
 
Tras el fracaso de la estrategia "anti-PP", acreditado por los resultados de las encuestas de intención de voto, Zapatero ha tenido que encargar de urgencia la elaboración de un programa político a colaboradores ajenos al partido, entre los que destaca Miguel Sebastián, antiguo jefe del servicio de estudios del BBVA, quien ha relegado a Jordi Sevilla al papel de mero espectador. Un programa que, aun a pesar de contener algunas propuestas atractivas como la rebaja del Impuesto de Sociedades y la reducción del número de tramos del IRPF, nace lastrado por las hipotecas políticas que irresponsablemente ha ido firmando Zapatero, especialmente en los últimos meses.
 
El "todo a 17" y la conversión del Senado en cámara de veto autonómico –una transferencia de soberanía desde los ciudadanos a las comunidades autónomas ajena al espíritu de la Constitución– siguen marcando la pauta de una amalgama de propuestas incompatibles entre sí que ha sido el signo distintivo de la política de Zapatero desde que abandonó la "oposición tranquila" y desde que renunció a ejercer el control de su partido. El electorado tiene muy presente la experiencia de Cataluña, donde ha podido verse que en el PSOE están dispuestos a renunciar a casi todo, incluido el carácter nacional del partido, con tal de llegar al poder.
 
Zapatero ha advertido, demasiado tarde, a dónde le han llevado a él y al PSOE su mal calculado oportunismo, su diletantismo, sus flirteos con los nacionalistas, su incoherencia sistemática y su falta de firmeza. Y, probablemente, también se ha dado cuenta de que, en un gobierno de coalición contra el PP junto a los nacionalistas e IU correría una suerte muy parecida a la de Maragall. Quizá esto, unido a las ruidosas críticas de algunos "notables" del PSOE –como Rodríguez Ibarra–, sea lo que mejor explique su sorprendente anuncio del domingo: que renunciará a formar gobierno si el PSOE no es el partido más votado en marzo. Precisamente lo contrario de lo que, a nivel autonómico, ha venido practicando, por ejemplo, en Cantabria y, sobre todo, en Cataluña.
 
Ni qué decir tiene que, a dos meses vista de las elecciones y con los nueve puntos de diferencia en intención de voto que le separan del PP, es tanto como anunciar que prefiere esperar a 2008 para ganar tiempo e intentar poner orden en su partido. Para librarse de las ruinosas hipotecas políticas que hoy le atenazan y evitar un desastroso resultado electoral que le apartaría indefectiblemente de la jefatura del PSOE. Porque, con la vista puesta en el largo plazo, una victoria de los socialistas en coalición con los partidos antisistema podría ser mortal para el PSOE... y para España. Pero los cambios de opinión de Zapatero han sido tan numerosos y frecuentes que resulta francamente difícil creer en sus promesas. Sobre todo cuando lo que está en juego no es un Ayuntamiento o una Comunidad Autónoma, sino quién ocupará La Moncloa los próximos cuatro años.

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