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EDITORIAL

ZP, aprendiz de brujo

A Pasqual Maragall no le ha quedado más remedio que rectificar después de protagonizar un insólito episodio que bien podría pasar a la próxima antología del despropósito

El complicado juego de equilibrios que mantiene al Gobierno Zapatero a flote dio ayer muestra, por enésima vez, de su fragilidad intrínseca. La anómala situación del PSOE catalán, un partido que, al menos nominalmente, es constitucionalista y españolista pero que gobierna junto a una coalición tan variopinta como deseosa de acabar con la España Constitucional sólo podía terminar ocasionando este tipo de espectáculos a medio camino entre el ridículo y el sainete político.
 
La excusa, esta vez, ha sido la controversia entre las lenguas catalana y valenciana, españolas ambas y que están perfectamente reconocidas y amparadas en nuestro texto constitucional y en los respectivos Estatutos Autonómicos de las regiones donde son cooficiales con el castellano. El presidente del Gobierno, con motivo de una visita a Bruselas, ha decidido presentar cuatro versiones españolas del Tratado Constitucional Europeo traducidas al catalán, al vasco, al gallego y al valenciano. El objeto es que la Unión acepte tal ofrecimiento y se aperciba de la riqueza lingüística y cultural de nuestro país, que es mucha y que, por lo que parece, para muchos sólo sirve de coartada para generar innecesarios conflictos.
 
La similitud que existe entre valenciano y catalán es algo imposible de ocultar, sin embargo, y aunque a cierta clase política catalana le pese en lo más hondo, la lengua valenciana existe como tal. Por dos sencillas razones, la primera –y más importante- porque tiene hablantes que se comunican en ella cada día, y la segunda, porque el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana señala expresamente que la lengua oficial en el antiguo Reino de Valencia y hoy Comunidad Autónoma es, junto al castellano, el valenciano. A partir de aquí el debate puede continuar en lo filológico pero no en lo político. Si en España el valenciano es una lengua, una parte irrenunciable del acervo cultural de nuestra Nación, lo natural es que el Gobierno lo transmita así a la instancia europea que considere adecuada.
 
La vocación de los nacionalistas catalanes no es, sin embargo, tan conciliadora. A Pasqual Maragall no le ha quedado más remedio que rectificar después de protagonizar un insólito episodio que bien podría pasar a la próxima antología del despropósito. El presidente de la Generalidad ha llegado a anunciar que demandaría al Gobierno central, presidido por un compañero de partido, por presentar la versión de la Constitución Europea en valenciano. Y todo por defender, en palabras del líder del PSC, “la inequívoca unidad de la lengua”. De la lengua catalana, se entiende. Tras una breve aclaración de Zapatero, Maragall se ha desdicho y ha dejado el asunto zanjado o, quizá, aparcado en espera de ocasión más propicia para saltar sobre la yugular del inquilino de la Moncloa.
 
El cruce de comunicados entre Barcelona y Bruselas ha hecho entrar en el juego a ERC, el tercer hombre de la política española desde que Maragall se hiciese fuerte, a trancas y barrancas, en el Palacio de la Generalidad y Zapatero se encontrase inesperadamente con el Gobierno de la Nación en marzo pasado. Los independentistas –primero por boca de Josep Bargalló, el sustituto de Carod en la Generalidad, y luego por la del segundo de Puigcercos en Madrid, Joan Tardá– han arremetido como energúmenos contra la iniciativa gubernamental de llevar a Bruselas los ejemplares de la Constitución en las distintas lenguas de España. Bargalló ha motejado a su presidente en el Gobierno autonómico de cobarde y Tardá, más habituado a los lances parlamentarios, se ha decantado por un estilo más alcaponesco asegurando que el Gobierno estaba jugando con fuego, y quien juega con fuego se quema. Si en un asunto de puro trámite, de detalle y estricto cumplimiento de la legalidad vigente, se utilizan palabras tan gruesas, aparecen y se afilan las navajas separatistas, sólo cabe preguntarse a dónde pueden llegar las cosas el día que se ventile un asunto de envergadura.
 
Se diría que el aprendiz de brujo cuyo lema responde a las iniciales de ZP sigue empeñado en devenir un gran estadista aplicando la que nos quiere vender como una fórmula magistral fantástica y en el mejor de los casos no es sino mero placebo: aplicar una sonrisa y enormes dosis de un impreciso talante para resolver los males de la patria. Para mantener la sonrisa, cuando se agoten los poderes del maquillador, cabe todavía la intervención del cirujano, pero este no puede hacer de la mueca un principio activo. En cuanto al talante, consiste fundamentalmente en poner en marcha desde el Ejecutivo iniciativas que tienen más de publicitarias que de gobierno –y que en muchos casos no pasan de anuncios seguidos, por fortuna, de su rectificación– y en atender las presiones de sus aliados, sean estos naciones vecinas, partidos separatistas, grupos de presión mediática, grupos mediáticos de presión e incluso parcelas de su propio partido que reclaman su ración de bálsamo irregular para los delitos cometidos años ha desde el poder. Entre que acoge, se entera y cede a estas presiones, el talante, que pudo empezar siendo bueno, a día de hoy, en muchos casos más o menos graves, resulta contradictorio. Si sigue empeñado en avanzar hacia estadios superiores del equilibrio insostenible, acabará siendo catastrófico.
 

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