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Eduardo Goligorsky

Aquí hay ciudadanos

Fuera el Borbón, bienvenido el emir. Y todavía pretenden que Europa los tome en serio.

Fuera el Borbón, bienvenido el emir. Y todavía pretenden que Europa los tome en serio.

En los mapas precolombinos, los cartógrafos marcaban los territorios inexplorados con la leyenda Hic sunt dracones ("Aquí hay dragones"), acompañada por la imagen del monstruo, para intimidar a los aventureros descarriados. Artur Mas, presidente de la Generalitat de Cataluña, amenaza con enfilar ya no hacia la Ítaca quimérica sino hacia "terreno desconocido", eufemismo que encubre la independencia. Sin embargo, ese terreno desconocido no es tal, ni está habitado por bestias mitológicas. Aquí hay ciudadanos.

Mares de banderas

Es precisamente a los ciudadanos a los que las élites dominantes pretenden anular y despojar de su discernimiento individual, para amalgamarlos en una masa amorfa, encolumnada en manifestaciones multitudinarias donde aflorarán las emociones colectivas precocinadas en los laboratorios ideológicos de turno. Este es un viejo truco de todos los totalitarismos, que congregaron sus rebaños a los pies de Hitler en el estadio de Nuremberg, a los pies de Mussolini en la Piazza Venezia, a los pies de Stalin en la Plaza Roja, a los pies de los Castro en la Plaza de la Revolución, para clamar contra el infaltable e indispensable enemigo interior o exterior. Le dejo la palabra a Gregorio Morán, que lo plantea con su habitual apasionamiento (La Vanguardia, 8/9/12):

Allí donde hay un hombre con una bandera hay alguien dispuesto a obedecer, un siervo. Los mares de banderas los inventaron los fascistas y los recuperaron los regímenes totalitarios de diferentes signos. Un tipo con una bandera es un personaje ridículo, uno de esos disciplinados cómplices a los que la historia describe como figura decisiva en todos los desastres. En general no lo hace gratis, se lo suele cobrar en especies. Los que pagan, los señores, no suelen llevar banderas, las cargan sus criados. Los dirigentes, sean radicales o conservadores, no portan banderas; las hacen flamear a sus espaldas los fieles.

Cuidado, tampoco debemos caer en el maniqueísmo: la bandera enarbolada por el ciudadano dueño de su libre albedrío y emancipado de servidumbres masificadoras puede ser el símbolo de los valores que los jerarcas desean aniquilar. Insertada en la promiscuidad de la multitud regimentada se convierte en lo que Morán denuncia.

El 2 de diciembre de 1946 las Naciones Unidas condenaron el régimen español y recomendaron que los países miembros de la ONU retiraran los embajadores acreditados en Madrid. Relata el inolvidable Rafael Abella en Por el Imperio hacia Dios (Planeta, 1978):

La reacción fue fulminante. Los más elementales reflejos patrióticos se dispararon al conjuro de lo que se calificó de "intromisión intolerable en los asuntos españoles". Al son de la única voz autorizada en el país se organizó una réplica tremebunda. El día 8 de diciembre, en la Plaza de la Armería de Madrid, se concentró la más multitudinaria manifestación que imaginarse pueda. Ex combatientes, ex cautivos, niños de las escuelas, soldados, paisanos y toda la masa de adictos al franquismo fueron coincidiendo en el punto de concentración predispuestos a expresar su más clamorosa adhesión al hombre a quien una victoria guerrera y seis años de propaganda habían convertido en personificación del país, de la nación, del Estado. Y estaba también, ¿por qué no decirlo?, una enorme cantidad de gente indiferente y neutra que se vio tocada por esa irreflexiva xenofobia ibérica que se despierta cuando le presentan algo que toca a su fibra patriótica como intromisión del extranjero.

En Argentina, el 2 de abril de 1982, el dictador Leopoldo Galtieri congregó en la Plaza de Mayo de Buenos Aires a una multitud transversal, como se dice ahora, que incluía a la menoscabada clase media, a obreros tres días antes apaleados, a montoneros y a padres de desaparecidos, que lo ovacionaron cuando anunció lo que sería el comienzo de la guerra de las Malvinas. Se quemaron banderas británicas y desaparecieron los nombres de tiendas, monumentos y lugares emblemáticos con afinidades inglesas. El enemigo exterior era, por supuesto, el elemento aglutinador.

Frente al fenómeno que nos ocupa, el de la manifestación independentista, Victoria Prego expresó esto mismo, con transparente contundencia (El Mundo, 12/9):

No hay nada más agradecido y que cohesione más a un grupo humano, sobre todo si está compuesto por gente ignorante, que compartir enemigo, la versión maléfica de un santo patrón. Nada une más que eso, nada proporciona mayor sentimiento de identidad compartida. Y es justamente ahí, en el odio y el rechazo a España, en ese agravio interminable adobado por todas las falsedades históricas que haya sido conveniente aportar al imaginario nacionalista, donde radica el éxito del proyecto alumbrado en su día por Jordi Pujol.

Malabarismos con los números

Vayamos ahora a los números. Los nacionalistas son expertos en hacer malabarismos con los números. El 12 de septiembre de 1977 La Vanguardia Española (sí, la hemeroteca canta lo que la familia Godó querría borrar: Española) proclamaba en su titular: "Más de un millón de gargantas y una sola voz: ¡AUTONOMÍA!". Yo estuve allí, como también estuve en el igualmente multitudinario recibimiento a Josep Tarradellas, sin que nadie me adoctrinara ni me arrastrara, porque, recién salido de la asfixiante atmósfera de la dictadura militar argentina, quería respirar el aire de libertad recuperado en España. Atribuí la visible exageración a un explicable arrebato de entusiasmo inicial. Además, el acontecimiento lo merecía.

No se necesitaron más de mil autocares y cuatro trenes, como ahora, para movilizar a aquellos espontáneos demócratas. ¿Cuántos fueron? El editorial de La Vanguardia (ahora no "española") repite, este 9 de septiembre, el bulo de que en 1977 desfiló un millón de personas. Pero el mismo día 9, en un rincón al pie de la página 18, el único colaborador del diario que entiende de demoscopia, Carles Castro, explica:

Ahora, los horizontes colectivos son más controvertidos y la fuerza real de Catalunya es una incógnita. De hecho, ya lo era en 1977: los manifestantes nunca fueron un millón, por el simple motivo de que en la superficie que ocupaba la marcha sólo cabían 270.000 personas.

La superficie que ocupa la marcha impone su férrea dictadura: no cabe ni uno más. Lamentablemente ya no existe la empresa verificadora Lynce, que redujo el número de manifestantes nacionalistas del 10 de julio del 2010 del millón ­–cifra aparentemente cabalística– a entre 76.000 y 100.000. Según el titular de La Vanguardia y el texto firmado por su director, el 11 de septiembre un millón y medio de personas "claman por la independencia en la mayor manifestación de la historia". Aun descontando al despistado Josep Antoni Duran Lleida y algunos socialistas que clamaban por algo mucho más modesto en medio de los abucheos generales, la cifra, avalada presuntamente por los Mossos d'Esquadra y la Guardia Urbana, y que más tarde repiten los habituales apologistas del secesionismo, impone respeto.

Sorpresa: el portaestandarte del somatén, Enric Juliana, mete la cuchara con el propósito, fallido, de evitar que sus subordinados hagan el ridículo, y escribe (12/9):

Un millón y medio de personas (toda la población censada de Barcelona) es un océano humano que hoy no está al alcance de ninguna causa política. Que la Delegación del Gobierno en Catalunya reconozca, citando fuentes de la Policía y de la Guardia Civil, la cifra de 600.000 manifestantes da cuenta de la magnitud del evento y de su impacto.

Metecos aguafiestas

Las emanaciones del rancio popurrí totalitario también impregnan el llamado premonitorio del editorial de La Vanguardia (9/9) a escuchar el "mensaje de la calle", que puede ahogar con su algarabía (Rajoy dixit) el mensaje de las urnas: populismo demagógico y totalitario contra democracia. Antoni Puigvert ve la otra cara de la moneda, aunque destila un desprecio agraviante por los metecos aguafiestas, a los que coloca (nos coloca) en el umbral de la degradación (LV, 10/9):

Una gran masa anónima catalana no participa del ambiente rupturista. Una enorme bolsa interna catalana, formada en su mayoría por catellanohablantes (entre los que abundan los parados y los que han abandonado los estudios), parece tener su propio código de señales: entusiasmo por la roja, cultura Telecinco, fricciones con la nueva inmigración. ¿Cómo se comportará este segmento de la sociedad catalana que no participa de los valores y emociones catalanistas? ¿Quién lo articulará políticamente?

El ideal de los balcanizadores es la fragmentación identitaria. Si ambicionan imponerla, que la impongan sin añadidos espurios. José Domingo (El Mundo, 12/9) propone

consultar a las provincias que actualmente configuran Cataluña y el País Vasco si quieren caminar solas o no. En puridad democrática, como defiende el abogado Ruiz Soroa, el proceso de secesión sólo afectaría a aquellas provincias que de una manera irrefutable acreditaran una mayoría clara secesionista.

En el mapa resultante de España no habría dragones ni metecos, sino ciudadanos. Las nuevas naciones, que estarían marginadas de Europa, tendrían, como compensación, nuevos amos. He aquí un anticipo: la flamante camiseta del Barça exhibe la marca rampante de la Qatar Foundation atravesada sobre la bandera catalana. A los metecos que, según Puigvert, no participamos de "los valores y emociones catalanistas" nos parece humillante, casi blasfemo. Pero Artur Mas no se inmuta. Fuera el Borbón, bienvenido el emir. Y todavía pretenden que Europa los tome en serio.

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