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Eduardo Goligorsky

El general aventurero

La naturaleza humana es infinitamente más compleja de lo que pretenden hacernos creer las privilegiadas valquirias dogmáticas.

La naturaleza humana es infinitamente más compleja de lo que pretenden hacernos creer las privilegiadas valquirias dogmáticas.

Quise documentarme para escribir sobre la lapidación mediática del general David Petraeus, héroe de Irak y Afganistán, y hasta hace pocos días director de la CIA. Recurrí al vademécum Eros. Los mundos de la sexualidad, de los estudiosos William H. Masters, Virginia E. Johnson y Robert C. Kolodny (Grijalbo, 1996), y busqué en el índice alfabético la palabra adulterio. No figuraba. Tampoco encontré infiel, que últimamente se aplica sobre todo a quienes desobedecen la ley coránica. En cambio, los autores desarrollaban exhaustivamente el tema de las relaciones extraconyugales en un capítulo titulado "Aventuras sexuales". Resulta, pues, que al general debemos definirlo, con criterio científico, como un aventurero. Término sin connotaciones peyorativas ni pecaminosas, más apropiado, por tanto, para describir, sin menoscabarlo, a este militar a quien tanto debemos por su empeño en la preservación de nuestras libertades y nuestra civilización.

Apetencias morbosas

Los tres sexólogos dividen lo que ellos denominan aventuras sexuales de hombres y mujeres en dos categorías: las de corta duración, que abarcan no más de seis meses, con variantes que van desde el desliz de una noche hasta una sucesión de encuentros esporádicos; y las de larga duración, que pueden prolongarse durante años. En ambos casos con numerosas subdivisiones, que dependen de las causas que motivan a los aventureros, de los efectos de la aventura sobre la relación con la pareja estable, de la idiosincrasia de los participantes e incluso del número de estos y del hecho de que sean de distinto o del mismo sexo. Hay aventuras, breves o prolongadas, que pueden iniciarse exclusivamente en busca del placer o del poder, o por un deseo de autoafirmación, o por venganza. A veces comienzan como un ligue pasajero y terminan convirtiéndose en una relación extraconyugal estable. La gama de variantes que describen estos tres sexólogos y otros colegas suyos es casi infinita y recorre toda la escala de la normalidad y también de la patología.

Todo indica que la aventura del general Petraeus fue de corta duración, pues sólo abarcó cuatro meses. Y, aunque la naturaleza clandestina de este tipo de relaciones hace que sus protagonistas se resistan a participar en encuestas y seguimientos de laboratorio, por lo que las estadísticas son poco fiables, la mayoría de los investigadores sitúa las cifras de aventuras sexuales de hombres y mujeres, en los países desarrollados del mundo occidental, por encima del cincuenta por ciento de los consultados, y hasta del setenta por ciento en el caso de los hombres. Y a medida que los historiadores exhuman documentos del pasado, y que los medios de comunicación y las redes sociales hurgan en las vidas privadas para alimentar apetencias morbosas, aumenta la certeza de que dichas estadísticas se quedan cortas. También el hecho de que los tres bodrios glorificadores del sadomasoquismo que firma la señora E. L. James –Cincuenta sombras de Grey, Cincuenta sombras más oscuras y Cincuenta sombras liberadas (Grijalbo, 2012)– se hayan convertido en clamorosos best-sellers mundiales entre el público femenino, invita a pensar que sobreviven algunas rémoras atávicas que pueden hacer que determinadas mujeres acepten los malos tratos como un componente normal de la vida erótica. La naturaleza humana es infinitamente más compleja de lo que pretenden hacernos creer las privilegiadas valquirias dogmáticas.

Desmadres libertinos

En mi artículo "Berlusconi no está solo", escrito cuando destacados portavoces de la progresía se encarnizaban con Silvio Berlusconi por sus desmadres libertinos a pesar de que tenía flancos políticos y económicos mucho más vulnerables, me explayé sobre algunos de los incontables casos de personajes respetados por esa misma progresía y por gran parte de la humanidad que habían sido erotómanos de mucho cuidado.

Ahora recuperaré sólo unos pocos casos. Empecé por Thomas Jefferson, que engendró una abundante prole mulata con su esclava Sally Hemmings; seguí por los amoríos de Franklin D. Roosevelt con su secretaria Lucy Mercer y por los de Dwight Eisenhower con la exmodelo y actriz Kay Summersby, que fue su chófer durante la Segunda Guerra Mundial. No podía faltar el promiscuo John F. Kennedy, que compartió con el mafioso Sam Giancana los favores de Judith Exner y que tenía a su disposición las prostitutas que le proporcionaba el clan Sinatra. Citaba, por supuesto, a Bill Clinton y a Monica Lewinsky, la más popular de sus muchas amantes, gracias a la cual la palabra felación, hasta entonces tabú, adquirió carta de ciudadanía en los medios de comunicación. Y añadí muchos más nombres y transgresiones a la moral puritana registrados en las altas esferas de los países desarrollados, para terminar con el caso ya célebre de François Mitterrand y sus amantes, una de las cuales, la escogida, Anne Pingeot, convivió con él y acompañó su féretro junto a la hija de ambos y a la viuda legítima.

Paranoia sexual

Hubo, empero, dos casos que omití citar. Uno de ellos fue el del pastor negro y agitador social antirracista Jesse Jackson. Bill Clinton lo reclutó en 1998, junto a otros dos sacerdotes, pues necesitaba una ayuda espiritual reforzada para controlar su testosterona y encauzarse por la buena senda. Horror: a comienzos del 2001, su guía espiritual Jackson, casado y padre de 5 hijos, se vio obligado a confesar que desde hacía 20 meses tenía una hijita, fruto de una relación extramatrimonial que mantenía mientras estaba reeducando a Clinton. La madre era Karin Stanford, exprofesora de ciencias políticas y directora de la oficina en Washington de una organización asistencial encabezada por Jackson. Este sólo reconoció la paternidad cuando una prueba de ADN dio resultado positivo, y entonces pagó a Karin 35.000 dólares para que se mudara a Los Ángeles y acordó una pensión de 3.000 dólares mensuales para su hija (Time, 29/1/2001).

El otro caso parece un gemelo premonitorio del que se ha abatido sobre el general Petraeus. El general Joseph Ralston era subjefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos en 1997 y era el candidato a ocupar la jefatura cuando se retirara el general John F. Shalikasvili. Entonces salió a luz que había tenido una aventura extramatrimonial en los años 1980, y hubo voces que objetaron su ascenso. El secretario de Defensa, William Cohen, lo defendió con el argumento de que había que trazar una línea para evitar que la paranoia sexual se apoderara del Ejército y acabara provocando una caza de brujas que diezmara a la oficialidad. Para más inri, un mes antes había sido dada de baja por la misma infracción al Código Militar la teniente Kelly Flinn, primera mujer piloto de un B-52. Habría sido difícil explicar que se aplicara distinta vara de medir al infractor hombre y al infractor mujer. Sin embargo, eso fue lo que se hizo: la teniente Flinn fue dada de baja y el general Ralston no ascendió pero continuó ocupando la subjefatura. Y su carrera no terminó ahí: entre los años 2000 y 2003 fue el comandante supremo en Europa de la OTAN, hasta su retiro definitivo.

Tufillo a heterofobia

El episodio del general Petraeus revela que la paranoia sexual y la caza de brujas que el secretario de Defensa William Cohen vislumbraba como una amenaza en ciernes sigue cobrándose víctimas, incluso en una sociedad que está a la vanguardia en cuestiones de derechos humanos y libertades individuales. Escribió, con razón, Mario Vargas Llosa (El País, 19/11):

El caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos se fuera de esa trampa diabólica si no victorioso por lo menos airoso.

Queda por desvelar una última incógnita. Si la aventura sexual del general Petraeus hubiera tenido por coprotagonista a un hombre, como algunas de las que describen Masters, Johnson y Kolodny, y no a una despampanante rompecorazones, ¿su defenestración habría sido aceptada con la misma resignación por el lobby involucrado, o se habría levantado una tempestad de denuncias contra la presunta homofobia de los mandos? A veces, el observador suspicaz intuye que esta lapidación mediática de los transgresores heterosexuales despide un ligero, ligerísimo tufillo a heterofobia subterránea.

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