Sé que los españoles que padecieron los horrores de la guerra incivil, y los que después soportaron la represión de la dictadura franquista, podrán juzgar de poca monta el miedo que experimenté bajo el totalitarismo peronista, que es el que aquí evoco. Ni que decir tiene que, para quienes las sufrieron, es mucho peor el recuerdo de las atrocidades perpetradas en la Alemania nazi y los países por ella ocupados, y en la Unión Soviética y China y sus satélites comunistas.
Pero si traigo a colación mi miedo arcaico es porque acaba de suceder en Cataluña algo que me refrescó la memoria y me hizo revivir abruptamente episodios desdichados de mi adolescencia en Argentina. No tan tremendos como los que acabo de enumerar, pero inquietantes cuando amenazan con sofocar la libertad y los derechos individuales –como hizo el peronismo e hicieron y hacen todos los totalitarismos– en una comunidad como la catalana, que parecía bendecida por la cordura y destinada a ser un modelo de convivencia fraternal. Hasta que aparecieron los portadores de identidades milenarias y los salvapatrias de pacotilla.
El ojo atento del poder
Vayamos al quid de la cuestión. Una de las lacras del totalitarismo consiste en que impone coactivamente la sumisión a todos los miembros de la Administración Pública, prodigando amenazas y sanciones contra los desobedientes. Así procedió el peronismo, tanto en sus prolegómenos filonazis como bajo la férula de Perón a partir de 1946.
En aquella época mi padre, ingeniero especializado en sistemas de riego, era funcionario del Ministerio de Obras Públicas. Típico representante de la clase media, no intervenía en política, aunque sus ideas liberales y democráticas lo situaban en las antípodas del peronismo. Y aquí es donde aflora la evocación del miedo. Miedo a revelar sus pensamientos íntimos en presencia de cualquiera de los muchos delatores que estaban al servicio del Gobierno. Si lo catalogaban como opositor ("contreras" los llamaban) perdía automáticamente el empleo. Esta era la obsesión que nos quitaba el sueño a todos en nuestro hogar: el miedo a que dejara de cobrar su sueldo, única fuente de ingresos de la familia. En ese trance aprendí, yo también, lo que era el miedo precoz a la arbitrariedad que pervierte todas las normas de convivencia civilizada. Podían declararlo cesante o, peor aun, exonerarlo, en cuyo caso perdía los años que había acumulado para jubilarse.
El totalitarismo no exige a sus súbditos que profesen la fe en el partido único. Le basta con que estos se humillen y simulen profesarla. Así fue como mi padre se sumó, obligado por el miedo, al rebaño; se afilió, intimidado, al Partido Peronista; acudió, contra su voluntad, a manifestaciones donde era controlada la asistencia; y guardó luto, ocultando sus sentimientos, por la muerte de Eva Perón. El ojo atento del poder vigilaba.
Afortunadamente la familia pudo arrastrarse indemne hasta que la Revolución Libertadora puso fin, en septiembre de 1955, a aquella bochornosa etapa. Vinieron otras iguales o peores, porque el peronismo es una hidra con muchas cabezas, a las que se sumaron las de las dictaduras militares, pero estas otras se ensañaron conmigo y no con mi padre.
La hora del órdago
Lo que aquí me conmueve es pensar en las mesas familiares de funcionarios catalanes donde los hijos también conocerán tempranamente el miedo, preguntándose si sus padres podrán seguir trayendo el sueldo al hogar cuando culmine el proceso. Como siempre ocurre en estos casos, el paliativo consiste en fingir acatamiento, aunque si se atrevieran a correr riesgos la presencia de una sociedad civil, política y cultural anclada en las leyes y en Europa aún podría permitirles optar por la alternativa racional. Por ahora, el miedo ayuda a fraguar la imagen de un bloque compacto de transgresores empedernidos.
Se jactan los secesionistas de haber reunido 158 firmas "entre las del presidente, vicepresidente, consellers, secretarios generales, secretarios sectoriales y territoriales, directores generales, jefes de gabinete, delegados territoriales y representantes de entidades autónomas y empresas públicas" al pie de un manifiesto en el que "el Govern se compromete a organizar, convocar y celebrar el referéndum" (LV, 22/4). ¿Cuántos de estos presuntos genuflexos arriesgarán su sueldo y el bienestar de sus familias cuando llegue la hora del órdago? ¿Firmaron por convicción o porque la nomenklatura local los amenazó con el paro anticipado? Puntualiza Lola García ("Declaración de independencia en diferido", LV, 30/4):
Con ese acto se buscaba la imagen de unidad y firmeza ante las posibles actuaciones de la Fiscalía que puedan derivar en procesamientos penales. Muchos de los presentes acudieron gustosos, pero no a todos les hizo gracia la idea. Incluso encontraron muy escasas las explicaciones que se les dieron a la hora de convocarles.
La tortura de la estaca
El cantautor y diputado con vocación de comisario político Lluís Llach fue quien puso letra, pero no música, al chantaje de las destituciones. Enarbolando la divisa de la obediencia, prometió domesticar a los funcionarios, prietas las filas, en los despachos de la república monolítica. Advirtió a los insumisos potenciales de que si no cumplen con la ley de desconexión "muchos de ellos sufrirán". Textualmente: "Sufrirán". Y lo dijo como si fuera un curtido capataz de plantación sudista acostumbrado a imponer a los esclavos negros flagelaciones o la tortura de la estaca, que consiste en estirar las extremidades de la víctima entre cuatro estacas clavadas en el suelo, a la intemperie y bajo un sol ardiente.
Su amenaza de sufrimiento estaba destinada sobre todo a los Mossos d’Esquadra, en los que "hay sectores muy contrarios" (LV, 26/4). Los yihadistas, traficantes de droga y de seres humanos, pedófilos y maltratadores celebran jubilosos la purga anunciada. Ellos estarán a sus anchas porque los que sufrirán serán los opositores a la desconexión.
Según Llach rodarán cabezas de mossos y según Santi Vidal de jueces. Con la Guardia Urbana y los militares en la picota de Ada Colau y sus adláteres, la república prometida no tendrá rey pero sí corte: la corte de los milagros. Una corte de los milagros tan tenebrosa y aislada de la Comunidad Europea que, por comparación, se diluirá el mal recuerdo que nos dejaron las prácticas mafiosas y etnocéntricas del pujolismo.
Devaluado pensamiento único
Los capitostes del secesionismo deben de estar muy enceguecidos por el apego a sus intereses particulares si no se dan cuenta de que los responsables de las instituciones europeas, y la opinión pública sensata en general, los ven como trasnochados paladines del devaluado pensamiento único.
Carles Puigdemont y los portavoces del PDECat manifestaron su apoyo al inquisidor Llach, olvidando que son ellos quienes merecen ser sancionados por encabezar un golpe subversivo contra la Constitución, las leyes vigentes y el orden democrático, y no los funcionarios que se niegan a ser sus cómplices. Ni siquiera sus predicadores más fieles aguantan tanta torpeza. Escribe el tenaz Francesc-Marc Álvaro, harto de papelones ("Gestos y gesticulaciones", LV, 24/4):
El Govern de Junts pel Sí montó un acto en el Pati dels Tarongers para una gran foto con todos los consellers y altos cargos ratificando por escrito su compromiso solemne con el referéndum, un simbolismo sin recorrido legal. Se quería transmitir unidad y determinación, después de unos días de discordia interna. Pero esta sobreactuación provoca –me parece– el efecto contrario del que se pretende: pone en evidencia las dificultades para controlar la tecnoestructura de la Generalitat y asegurar las lealtades en la cadena de mando.
Este espectáculo regresivo y represivo, que pone en entredicho las lealtades en la cadena de mando, es el que me hace evocar el miedo y el sufrimiento (sí, el sufrimiento provocado por los sádicos precursores de Llach) que padeció mi familia –y las de otros centenares de miles de empleados públicos– cuando aquellos hijos de puta totalitarios transformaron sus puestos de trabajo, técnicos o burocráticos, en engranajes descartables de la omnipotente maquinaria estatal peronista.