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Eduardo Goligorsky

Un largo periodo de reflexión

Ciudadanos está aquí para quedarse. Y es bueno que los ciudadanos liberales, pragmáticos y posibilistas tengamos otro partido al cual transferir el voto.

Las elecciones municipales, autonómicas y probablemente nacionales que se celebrarán este año tendrán una peculiaridad que la ley no contempla: los ciudadanos que hasta ahora disfrutaban de un día de reflexión antes de votar -aquel día de reflexión que Alfredo Pérez Rubalcaba se pasó por el arco del triunfo para endilgarnos el imperdonable desbarajuste zapateril- se verán obligados a reflexionar desde ahora hasta el momento de acudir a las urnas. Un largo periodo.

Apareció Ciudadanos

Sólo puedo ponerme en el lugar del ciudadano liberal, pragmático y posibilista, que es mi caso, porque los votos de los dogmáticos de izquierda y derecha vienen dictados por unos esquemas mentales vacunados contra razonamientos contrastantes y, por lo tanto, se puede prever sin margen de error hacia dónde se orientarán: lo acapararán los comunistas, los antisistema, los independentistas radicales y los xenófobos e integristas impenitentes aunque cambien su rótulo por motivos tácticos. Seré sincero: el voto de los liberales, pragmáticos y posibilistas también se podía prever, hasta ahora, con relativa precisión. Iba a parar al PP o al PSOE, oscilando entre uno y otro, y en las comunidades autónomas con pretensiones históricas podía recaer en los partidos nacionalistas que maquillaban sus fines últimos con un barniz de moderación.

Y entonces apareció Ciudadanos. Digo Ciudadanos y no UPyD, que también, porque cuando un partido resuelve inmolarse en el altar de su lideresa megalómana e intrigante se autoexcluye de la carrera. Tenemos, pues, a Ciudadanos, cuyos orígenes están prolijamente narrados en Historia de la resistencia al nacionalismo en Cataluña, de Antonio Robles. Después de seguir una trayectoria no exenta de altibajos y sobresaltos, lo que fue un heroico foco de resistencia local -Ciutadans- se ha convertido en un partido de envergadura nacional, capaz de competir con los grandes.

Mientras su acción estuvo restringida a Cataluña lo miré con respeto, intercambiando opiniones casi siempre coincidentes con algunos de sus fundadores y primeros parlamentarios y demostrando siempre mi admiración por quien muchos consideran su ideólogo, Francesc de Carreras. Pero seguí votando al Partido Popular. En primer lugar porque me siento identificado con la mayoría de sus actos de gobierno, sobre todo en materia de educación, asuntos exteriores y seguridad y defensa, con la convicción añadida de que la economía escapa a la esfera de mis conocimientos y además depende de los centros de decisión europeos. En segundo lugar, me parece que, en Cataluña, Alicia Sánchez-Camacho y Alberto Fernández Díaz cumplen con dignidad sus respectivos papeles de opositores insobornables al secesionismo en los planos autonómico y municipal, a lo cual se suma el hecho de que votando al PP en Cataluña lo refuerzo en el área nacional. Sin dejar por ello de ver a Ciutadans primero, y a Ciudadanos ahora, como un partido aliado y, si llegara el caso, como la opción preferida.

Salsa identitaria

El problema surge cuando algunos dirigentes del PP nos colocan en una situación más que incómoda a quienes vemos a Ciudadanos como un aliado mientras ellos lo denigran como si fuera algo peor que un rival. Sobre todo porque sus ataques están aliñados con la misma salsa identitaria del "ellos" (los catalanes) y "nosotros" (los andaluces) que envenena los discursos de los secesionistas, pero a la inversa. Discursos que, pronunciados por unos o por otros, nacen de la misma matriz balcanizadora, cuya irracionalidad entra en colisión con el sabio principio de cohesión solidaria que sanciona la Constitución española. "¡Joder, qué tropa!", exclamó Rajoy, que conocía el paño, refiriéndose a los suyos mucho antes de que soltaran estas barrabasadas.

No nos engañemos, Ciudadanos está aquí para quedarse. Y es bueno que los ciudadanos liberales, pragmáticos y posibilistas tengamos otro partido al cual transferir el voto si el PP o el PSOE, que han sido hasta ahora nuestros refugios, terminan de descarriarse. No me ocupo del PSOE, al que dejé de votar, por primera vez, en su versión autonómica en 1994, cuando postuló como presidente de la Generalitat a Joaquim Nadal, un nacionalista que ya presagiaba su conversión actual al secesionismo; y después, definitivamente, en su versión nacional en 1996, cuando Felipe González lanzó en Valencia el guerracivilista "¡No pasarán", refiriéndose al PP, y cuando un publicista descerebrado pergeñó el vídeo del dóberman. El PSOE pagó caros aquellos exabruptos, que beneficiaron al PP, y al PP quizá le sucederá lo mismo con la memez del "Naranjito", que sólo puede reportarle votos a Ciudadanos.

Dio en la tecla, contra su voluntad, el filósofo Josep Ramoneda cuando escribió, refiriéndose a Ciudadanos (El País, 10/3):

La formación ha sido escogida para apuntalar el régimen.

Aunque el filósofo pretendía dar a entender, maliciosamente, que el nuevo partido fue escogido por el establishment, o por alguna de esas fuerzas ocultas estilo Trilateral o CIA que obsesionan a los conspiranoicos progres, la verdad es que es un sector no desdeñable de la sociedad pensante el que ve a Ciudadanos como una viga maestra del andamiaje que apuntala el régimen, sí, pero el régimen constitucional y democrático, contra la embestida de secesionistas, chavistas, antieuropeístas, yihadistas y otras tribus enemigas de nuestras libertades y de nuestra convivencia.

Pantomima demagógica

La reflexión no termina aquí. El ciudadano independiente que deposita su voto a favor del PP tiene derecho a exigir que ninguno de sus candidatos, y sobre todo ninguno de los más relevantes, lo tome por idiota. Que es lo que hizo Esperanza Aguirre cuando se sumó a la manifestación antiaborto del 14 de marzo, en Madrid, sonriendo bajo una pancarta con la leyenda "Yo rompo con Rajoy". Que quede claro: si esas son sus convicciones, tenía no sólo el derecho sino el deber de estar allí. Pero el tema no se presta a frivolidades. Si Esperanza Aguirre piensa, como los promotores de la manifestación y quienes asistieron a ella, que la ley de aborto, vigente durante todos los gobiernos del PSOE y del PP, así como en todos los países de nuestra civilización, es un instrumento para ejecutar el infanticidio masivo, lo normal sería que rompiera públicamente con todos quienes colaboran con esa atrocidad y recogiera el testigo de la cruzada que abandonó su eterno rival, Alberto Ruiz Gallardón. Acudir a la manifestación y continuar postulándose como candidata del partido acusado de ser cómplice y ejecutor de la iniquidad que en ella se denunciaba no pasa de ser una pantomima demagógica, que agravia más a quienes la jalearon allí que a quienes estuvimos ausentes porque pensamos que aquel tinglado se montó sobre una falacia.

Recuerdo con nostalgia aquel artículo, no tan lejano (El País, 23/9/2012), en el que Mario Vargas Llosa definió a Esperanza Aguirre como

una Juana de Arco liberal. (…) Contra una izquierda dura, dogmática y vanidosa y contra una derecha conservadora y ultra, acomplejada y acobardada frente a la izquierda.

Si omitimos la hipérbole literaria de la canonización, típica de un novelista, el elogio de Vargas Llosa se aplica con mucha más justicia a Albert Rivera y a sus compañeros de partido que a la oportunista candidata del PP a la alcaldía de Madrid. Cosa curiosa, el elogio también se aplica a Cristina Cifuentes, candidata del PP a la presidencia de la comunidad de Madrid, cuyo pensamiento está situado en las antípodas del que Aguirre aparentó sustentar de labios para afuera, ya que no en los hechos, durante la polémica manifestación. Y se aplica igualmente a los candidatos del PP en Cataluña. Y, por supuesto, a los de sus aliados potenciales, los candidatos de Ciudadanos en toda España. Razón de más para que los ciudadanos -esta vez con minúscula- iniciemos un largo periodo de reflexión hasta el día en que debamos emitir nuestro voto. Será beneficioso que los políticos ensoberbecidos también aprovechen este tiempo para enterarse de que la vida inteligente del país se encuentra fuera de sus obedientes redes clientelares.

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