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Eduardo Ulibarri

España repiensa Latinoamérica

Cuando, el 26 de marzo, José Luis Rodríguez Zapatero pronunció el primer discurso de fondo como presidente electo del Gobierno español, prometió impulsar “nuestros lazos preferentes con Iberoamérica”. A finales de junio, Miguel Ángel Moratinos, su ministro de Asuntos Exteriores, reveló a seis representantes de la prensa centroamericana cómo piensan hacerlo. No fue explícito en los detalles, pero sí dejó clara sus grandes líneas, agrupadas en dos vectores: el de los objetivos y el de los mecanismos para alcanzarlos.
 
Para Moratinos, España debe ampliar y equilibrar mejor los ámbitos de relación con Latinoamérica. Su clave: mantener la atención a los nexos económicos y de negocios, que definió –un tanto injustamente– como el énfasis del anterior gobierno, pero añadir mayores iniciativas para consolidar las instituciones democráticas, mejorar la cohesión de nuestras sociedades, buscar que el desarrollo beneficie a los más pobres e impulsar el concepto de responsabilidad social entre los inversionistas españoles.
 
El principal método para alcanzar esos fines parte de una idea clave de la actual política exterior española: mayor uso de los instrumentos e instituciones multilaterales. Y como no existen muchos que pueda utilizar en su proyección hacia nuestro hemisferio, la apuesta inicial es “relanzar” las Cumbres Iberoamericanas y dotarlas de capacidad real de acción mediante una secretaría general con “mandato fuerte” y herramientas eficaces. En este interés, que compartía el gobierno de José María Aznar, hay algo más que un ideal y un concepto general de acción diplomática. Existe también un evidente pragmatismo.
 
Las cumbres –que reúnen anualmente a los jefes de Estado y Gobierno latinoamericanos, españoles y portugués– son el principal canal para que España consolide su papel como interlocutor privilegiado entre la Unión Europea y nuestros países. Y esto no es solo importante para su proyección en Latinoamérica, sino, también, para su peso en Europa.
 
La próxima reunión, la número 14, se celebrará en noviembre en Costa Rica, y tendrá como tarea básica escoger la sede y el ocupante de la Secretaría General, creada el año pasado en Bolivia. En los próximos días, en Madrid, habrá una reunión para definir sus estatutos, y España será la anfitriona, en el 2005, de la XV cumbre.
 
Todo lo anterior, más el ímpetu de un nuevo gobierno, dará a la diplomacia española grandes posibilidades para incidir decisivamente en la institucionalización y eficacia de estos encuentros. Pero será un proceso lento, que requerirá enormes esfuerzos de coordinación entre países e instituciones. La principal es la Organización de Estados Americanos (OEA), que a partir de septiembre tendrá un nuevo secretario general empeñado en revitalizarla.
 
Es decir, el multilateralismo es un método con límites, sobre todo si se asienta en un proceso tan débil como el de las cumbres. Moratinos, experto diplomático, lo sabe, y menciona también la necesidad de distintos ritmos de relación bilateral, según las características y deseos de cada país.
 
También pone énfasis en la ayuda externa. El hecho de que su cartera esté estrenando nombre como Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, indica la importancia que esta tendrá, sobre todo hacia los países latinoamericanos de menores ingresos. Y, aunque no lo dice, es evidente que los más grandes y relativamente más ricos, como México, Argentina y Brasil, recibirán trato diferenciado, producto de su magnitud y de las enormes inversiones españolas.
 
En dos puntos críticos –Cuba y Venezuela–, las estrategias se están cortando a la medida. Con la dictadura de Fidel Castro, la intención es “serenar las relaciones e ir paso a paso”, pero sin declinar en el objetivo de que en la isla se instaure la democracia y se respeten los derechos humanos. En el caso venezolano, España cree tener capacidad de influencia y está dispuesta a utilizarla “cuando las partes lo pidan”. El deseo es que, partiendo de una mayor “tranquilidad y sosiego” social, se desarrolle un proceso pacífico de reforzamiento institucional.
 
Esto devuelve al eje de consolidación democrática latinoamericana como vector esencial de la política exterior española. No es algo novedoso, porque también lo desarrolló Aznar. Pero sí tendrá más énfasis; también discreción. Y se tratará de vincular mejor con las variables económicas y sociales.
 
Pareciera que, también en política iberoamericana, estamos ante el “cambio tranquilo” que Rodríguez Zapatero pregonó en España. El éxito será difícil medirlo a corto plazo, pero, al menos, se ha construido un plan que parece coherente y, además, sensato.

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