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Eduardo Ulibarri

Política contra derechos humanos

La defensa de los derechos humanos es uno de los ejes centrales de las Naciones Unidas. El preámbulo de su Carta constitutiva manifiesta “la fe en los derechos fundamentales del hombre”, y el primer artículo proclama como uno de sus propósitos promover el “desarrollo y estímulo” de las libertades fundamentales de todos, sin distinción alguna. La Declaración universal de derechos humanos, aprobada por la ONU en diciembre de 1948, es su divisa de mayor prestigio y, probablemente, el documento internacional más citado entre los muchos que se han producido durante los últimos 60 años.
 
Mediante otras declaraciones, códigos, convenciones, protocolos y proclamas emanados de la organización, las normas y doctrina en la materia han crecido en calidad y cantidad. También es amplia la estructura que pretende impulsarlas. En diciembre de 1993, la Asamblea General estableció el cargo de Alto Comisionado de Derechos Humanos, un importante avance para dotar de mayor beligerancia a la organización. Cuatro años después, en conjunto con el ya existente Centro de Derechos Humanos, se creó la Oficina del Alto Comisionado, con instrumentos de acción más eficaces. También existen organismos especializados que, directa o indirectamente, se ocupan de promover los derechos humanos, relatores especiales por países y temas, y modalidades múltiples de colaboración con entidades regionales o nacionales, públicas o privadas, para impulsar su observancia. En esta amplia y compleja red, cada vez es más clara la debilidad del ente que debería ser el motor e inspirador de la acción a favor de los derechos individuales y sociales en el sistema de la ONU: la Comisión Internacional de Derechos Humanos.
 
El viernes terminó en Ginebra, Suiza, su período de sesiones número 60, con un saldo desalentador que, sin embargo, no es excepcional. Porque desde hace años el desempeño de la Comisión se ha visto crecientemente condicionado por la manera en que está integrada, y empañado por un juego político que a menudo neutraliza su misión. En la parte positiva del balance alcanzado entre el 15 de marzo y el 23 de abril, están la resolución –aunque tímida y difícil de lograr– contra el régimen de Fidel Castro, las censuras contra Corea del Norte, Bielorrusia y Turmekistán, la exigencia unánime a Birmania para la liberación de la activista Daw Aung San Suu Kyi, el respaldo a la abolición de la pena de muerte y el nombramiento de un relator para la lucha antiterrorista. Sin embargo, se salvaron de cualquier condena regímenes tan irrespetuosos de los derechos humanos como China, Irán, Zimbabwe, Congo y Sudán. Y Rusia, por su represión en Chechenia, no recibió reprimenda alguna.
 
No parece existir ninguna “lógica” para explicar un balance como este, como no sea el despliegue de su peso específico por parte de ciertos países –como China o Rusia–, que así frenan iniciativas adversas, o las alianzas que establecen los regímenes más discutibles para intercambiar protección contra las condenas. Es una situación lamentable que, sin embargo, no puede evitarse por el sistema mediante el cual se integra la Comisión: representantes de 53 estados que no son electos por su buen desempeño en derechos humanos, sino por el usual balance entre regiones y el típico trasiego de votos que se da en la organización.
 
Por esto, cada vez se hace más evidente la necesidad de reformular la composición y tareas de la Comisión y promover su vinculación más eficaz con las otras instancias del sistema de derechos humanos de la ONU. Si, por razones de balance político, no queda más remedio que mantener el tipo de integración actual, por lo menos deberían establecerse modalidades de trabajo y seguimiento que minimicen la influencia política.
 
¿Por qué no establecer, por ejemplo, un conjunto de indicadores del desempeño nacional en derechos humanos, conforme a los cuales clasificar a todos los países? Sería un excelente punto de partida, similar al “Índice de desarrollo humano”, para dar mayor legitimidad a las condenas contra los gobiernos con peor récord e, incluso, para establecer requisitos mínimos a cumplir por parte de los que quieran ser miembros de la Comisión. Contribuiría, además, a consolidar un conjunto de normas universales –más allá de diferencias culturales, históricas o religiosas— sobre lo tolerable e inaceptable en la materia. Hace pocos años, Costa Rica planteó una iniciativa de esta índole, pero se neutralizó por falta de seguimiento de su gobierno y oposición o mínimo entusiasmo de una mayoría de la ONU.
 
Mientras estas u otras ideas de reforma toman cuerpo y ganan adherentes –algo, por cierto, que está por verse–, la alternativa es reforzar otras instancias más eficaces de las Naciones Unidas, los instrumentos regionales y los organismos no gubernamentales e instituciones oficiales con mayor independencia, claridad y eficacia en su desempeño a favor de los derechos humanos. Muchas veces, su acción es más eficaz, y sus efectos más perdurables, que las declaraciones aprobadas y sepultadas cada año en Ginebra. Pero, aún así, debe insistirse en un cambio de rumbo en la Comisión.
 

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