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Eduardo Ulibarri

Una alianza vital

La Alianza Atlántica, ese eje vital de valores compartidos y afinidad estratégica entre Estados Unidos y Europa, fracturado por la invasión de Irak, parece estarse reencauzando, trabajosamente, hacia una mayor fluidez. Durante las tres últimas semanas, en un recorrido que pasa por Bagdad, Normandía, Nueva York y Sea Island (Georgia), y continuará por Dublín y Estambul, los indicios de renovado acercamiento han sido evidentes. Pero siguen abiertos importantes focos de tensión y varias dudas sobre el futuro.
 
En el terreno de lo positivo, primero surgió un necesario acto de equilibrio político: la integración de un gobierno provisional iraquí que, aunque sin legitimidad electoral, implica un sustancial avance hacia la soberanía nacional y la expectativa de un Estado democrático. Su gran desafío inmediato es la seguridad interna.
 
Luego brilló, el 6 de junio, un poderoso símbolo: los 60 años del desembarco aliado al sur de Francia, estocada final contra el totalitarismo nazi-fascista y ejemplo del sacrificio británico-estadounidense en pro de una Europa libre. La presencia de Tony Blair, George Bush, Jacques Chirac y Gerard Schroeder en su conmemoración fue una señal deliberada de que la alianza sigue viva.
 
Dos días después, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó, unánimemente, la resolución 1546, que otorga legitimidad a las nuevas autoridades iraquíes y a las tropas extranjeras en su territorio. Desapareció así el escollo de “ilegalidad internacional” que alejaba a Francia, Alemania y otros países de una posible colaboración en Irak.
 
Tras el compromiso de Nueva York, vino la cumbre del Grupo de los 8, con Bush como anfitrión. Su iniciativa para involucrar a Europa en un plan democratizador del “Gran Medio Oriente”, terminó en una versión light, pero siempre relevante. Y tanto las negociaciones que condujeron al acuerdo, como la sintonía sobre una serie de desafíos globales, mostraron que persisten saludables oportunidades para el trabajo conjunto entre los países industrializados, incluidos los “grandes” europeos.
 
De aquí a finales de mes quedan dos importantes pruebas. Primero, la reunión entre Estados Unidos y la Unión Europea, el 25 y 26, en Irlanda. Será el primer encuentro trasatlántico con la Europa de los 25. Tanto su nueva integración, tras el ingreso de diez nuevos miembros, como el allanamiento de obstáculos en torno a Iraq, podrían estimular mayor cooperación.
 
Seguirá, casi de inmediato, la cumbre de la OTAN en Turquía, de mayor trascendencia estratégica, pero ensombrecida por el envío o no de tropas a Irak. Aunque 15 de sus 26 integrantes ya tienen presencia militar allí, Francia se resiste a la participación colectiva en que insisten los estadounidenses.
 
De todas las diferencias visibles, es esta la que mejor refleja las profundas contradicciones que, a pesar de los avances recientes, persisten entre las dos orillas del Atlántico. Tienen que ver, esencialmente, con la definición de los principales desafíos y objetivos estratégicos, y con el papel de la fuerza militar, las alianzas y los organismos internacionales para alcanzarlos.
 
Estados Unidos, única superpotencia actual, persigue intereses más amplios, considera su impresionante poder militar como una herramienta vital para manejarlos y actúa de forma más unilateral para alcanzarlos. El gobierno de Bush ha exacerbado esta tendencia. Europa, más débil, desarticulada y apegada a su bienestar y desafíos, tiene un enfoque global más limitado, prefiere el “involucramiento constructivo” y aprecia más el orden internacional establecido.
 
Diferencias tan fundamentales –y apenas esquematizadas– difícilmente llevarán a la Alianza Atlántica a la coherencia que tuvo mientras existió la amenaza soviética. Pero tampoco deberían conducir a un alejamiento inevitable, siempre que estén claros los objetivos comunes y se hagan esfuerzos para impulsarlos en medio de las discrepancias.
 
El terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva, las inestabilidades regionales, el desarrollo económico y el comercio internacional son temas de sobra importantes, que requieren acción conjunta. Pero, más importante aún, en la base y origen de la Alianza está enraizada una comunidad de valores liberales y democráticos de ineludible vigencia. Esos que fueron la razón del desembarco de Normandía. Y por los cuales Estados Unidos y Europa tienen el deber de trabajar juntos.
 

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