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Elías Cohen

Arafat, el líder que no quiso cambiar

Después de una vida como terrorista, pudo erigir el Estado palestino junto a Israel pero prefirió robar a manos llenas y dejar una Palestina dividida.

Después de una vida como terrorista, pudo erigir el Estado palestino junto a Israel pero prefirió robar a manos llenas y dejar una Palestina dividida.

Yaser Arafat fue una de las figuras icónicas de la segunda mitad del siglo XX. Imagen de la lucha del pueblo palestino y líder supremo de la cristalización política del mismo en la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), Arafat no quiso completar el ciclo de muchos personajes que se iniciaron en la lucha armada y el terrorismo: prefirió quedarse con los mitos de guerra y sangre, y con las corruptelas, antes que mutar en un hombre de Estado. Con cierta distancia histórica, el legado de Arafat se muestra perjudicial para su pueblo, el palestino, como recuerda Elliott Abrams.

Ciertamente, Arafat ya nació con una tara importante: era pariente de Haj Amín al Husaini, el gran muftí de Jerusalén (el mismo que se reunió con Hitler en noviembre de 1941). Según Daniel Pipes, Arafat suprimió de su nombre público el apellido Al Husaini para evitar relación alguna con el gran muftí: de entrada, sería difícil recabar simpatías en Occidente para la lucha palestina si su principal líder era familiar de un aliado de Hitler.

Nacido en El Cairo, de padre gazatí, empezó a luchar contra Israel en la guerra de la independencia (1948-1949), cuando dejó la Universidad Rey Fuad I y se fue a combatir a Gaza junto los Hermanos Musulmanes. Después de mudarse a Kuwait y hacer amistad con palestinos que vivían en los países del Golfo, con el grupo primigenio que creó Al Fatah se traslada a Siria para intentar hacerse con el control de la OLP, creada en 1964.

De Siria pasó a Jordania, donde residía el mayor número de palestinos. En Jordania comenzaría la estrategia terrorista de la OLP para darse a conocer en el mundo entero: el secuestro de aviones occidentales. Sus intenciones ya estaban claras en 1970, un año después de acceder a la presidencia de la OLP:

Nunca nos detendremos hasta que podamos volver a casa e Israel sea destruido (…) El objetivo de nuestra lucha es el fin de Israel, y no puede haber componendas ni mediaciones (…) el objetivo de este tipo de violencia es la eliminación del sionismo de Palestina en todos sus aspectos, políticos, económicos y militares (…) no queremos la paz, queremos la victoria. Paz para nosotros significa nada más que la destrucción de Israel.

Una creencia popular sostiene que la gente no cambia, sino que finge. En el caso de Arafat, no podemos estar más de acuerdo.

Tras el Septiembre Negro de 1970, en el que murieron entre 7.000 y 20.000 palestinos a manos del ejército jordano, de acuerdo con el economista político e investigador Tariq Moraiwed Tell, Arafat y toda la cohorte de grupos palestinos, diezmados, se mudaron al Líbano. Arafat fue en aquellos años el patrón de muchos grupos terroristas europeos, como las Baader Meinhof alemanas o la ETA española, en el Valle de la Bekaa, donde los entrenaba. A este respecto, para Andrew McCarthy, antiguo fiscal de Nueva York, célebre por la persecución de delitos de terrorismo (procesó a los responsables del atentado contra el World Trade Center de 1993), Arafat fue el padre del terrorismo moderno.

Desde Líbano, los movimientos palestinos capitaneados por Arafat llevaron una doble estrategia: terrorismo contra Israel, por un lado, y búsqueda de reconocimiento y legitimidad internacional, por otro. La segunda tuvo mucho éxito. En 1972 Septiembre Negro secuestró un avión de Sabena que se dirigía a Viena en el aeropuerto Ben Gurión (Tel Aviv) y mató a 24 civiles. Posteriormente, en los Juegos Olímpicos de Múnich, asesinó a 11 atletas israelíes bajo la atenta mirada del mundo entero. Los Juegos siguieron celebrándose con total normalidad al día siguiente. Según el historiador Beny Morris, y de acuerdo con la confesión de Abu Daud, uno de los cerebros del atentado, Arafat dio su bendición a la matanza.

Solamente dos años (y varios atentados) después, en 1974, la ONU recibe a Arafat en la Asamblea General y reconoce a la OLP como legítimo representante del pueblo palestino. Arafat entró con una pistola al plenario, y su célebre discurso fue una extorsión mafiosa en toda regla:

Traigo una rama de olivo en una mano y una pistola en la otra. No dejen caer la rama de olivo.

Fue él mismo quien dejó caer, constantemente, la rama de olivo. Como tituló el periodista español Luis María Ansón su obituario sobre Arafat: "Era, al fin y al cabo, un terrorista".

El discurso de Arafat en la ONU sería bien acogido por Gobiernos de todo el mundo. El primer país europeo occidental que le recibió con honores de jefe de Estado fue España, en 1981 (la RDA lo hizo en 1971), a iniciativa de su mandatario, Adolfo Suárez. En los foros internacionales hacían oídos sordos a lo que decía Arafat sobre la paz con Israel. En 1980, un año antes de ser recibido en Madrid, declaró:

La paz para nosotros significa la destrucción de Israel. Nos estamos preparando para una guerra total, una guerra que durará por generaciones (…) No vamos a descansar hasta el día en que volvemos a nuestra casa, y hasta que Israel sea destruido.

A finales de los ochenta Arafat ya era una figura internacional consolidada y un superviviente nato. Después de que Israel invadiera el Líbano y forzara la expulsión de la OLP del país del Cedro, lanzó la Primera Intifada desde Túnez, y la táctica de enseñar niños lanzando piedras a soldados israelíes fue un éxito propagandístico sin precedentes para la causa palestina.

Sea como fuere, la OLP decidió finalmente reconocer la existencia de Israel. Es cierto, el raisiba en buena dirección para alcanzar el establecimiento de un Estado palestino y de la paz, y transformarse, como muchos otros, en un hombre de Estado. No obstante, fue por la terquedad y resistencia de los israelíes, y no por la voluntad de Arafat, que la OLP acabaría reconociendo la existencia de Israel.

Tras los Acuerdos de Oslo, firmados en 1993, y el Nobel de la Paz de 1994, otorgado a Arafat, Rabin y Peres, la figura del primero es totalmente depurada de su pasado terrorista, y su prestigio se disparó. Arafat se presenta como rais en los territorios palestinos y es recibido como un héroe.. El camino para el Estado palestino estaba pavimentado.

A partir de entonces, los líderes de la OLP y de Al Fatah se hacen con el Gobierno palestino… con la ingente ayuda exterior. La corrupción, de la cual Arafat hizo arte de Estado –como recordó Gabriel Albiac a su muerte–, y que permitió a Hamás socavar a Al Fatah, es hasta hoy el pan de cada día en la Administración palestina.

Arafat desechó la oportunidad de crear el Estado palestino. Por desidia política o por aferrarse a sus mitos de lucha y sangre, no completó el ciclo iniciado en Oslo. En Camp David II, en el verano de 2000, se negó a firmar lo que Barak y Clinton le proponían: el 90% del territorio reclamado (algunas colonias israelíes quedarían bajo jurisdicción israelí, pero a cambio Israel entregaría la misma porción de tierra a los palestinos: los conocidos como land swaps), Jerusalén dividida y la Ciudad Vieja con una frontera ficticia (lo que es árabe es Palestina, lo que es judío es Israel). Ningún primer ministro israelí había llegado tan lejos. Pero Arafat dijo no. Clinton acabó espetándole:

¡Deje de decir no a todo y proponga algo!

Hay muchas cosas que no le perdonaremos a Arafat: una de ellas, precisamente que dijera no a Clinton y a Barak. Cuando murió, Clinton fue el líder mundial que más atinó al definir su legado, entre tanto elogio inmoderado:

Lamento que en 2000 perdiera la oportunidad de llevar a esa nación a la existencia.

Después de ese no, Arafat hizo gala de su instinto de supervivencia política: decidió lanzar, en connivencia con los grupos islamistas Hamás y Yihad Islámica Palestina, la mayor oleada de terrorismo palestino en Israel, la Segunda Intifada. Los niños palestinos muertos ante las cámaras de medio mundo serían, otra vez, su gran victoria propagandística. El mismísimo Mohamed Dahlán declaró en 2010 que Arafat estaba detrás de la Segunda Intifada. También lo dijo el director adjunto de Política de la Autoridad Palestina y de la Autoridad Nacional de Educación, Mazen Izadín.

En sus últimos años, la corrupción y el pillaje de los suyos cobraron gran resonancia. En 2003 el Fondo Monetario Internacional realizó una auditoría de la Autoridad Nacional Palestina y afirmó que Arafat desvió 900 millones de dólares de fondos públicos. El mismo año, un equipo de auditores americanos investigó las finanzas de Arafat y afirmó que parte de la riqueza del rais se encontraba en una cartera secreta que reflejaba inversiones de mil millones de dólares en empresas como Coca-Cola, una compañía de telefonía móvil tunecina y fondos de capital riesgo en los EEUU y las Islas Caimán.

Después de su muerte, Hamás ganó las elecciones en Gaza en 2006 y en el verano de 2007 expulsó de la Franja a Al Fatah, tras duros combates que dejaron más de 200 muertos. A falta de una Palestina, a partir de entonces habría dos. He aquí las consecuencias de la corrupción en el seno de la ANP y del no de Arafat en Camp David II.

A su muerte, su palmarés de errores, terrorismo, corrupción e incompetencia se eclipsó, los líderes de todo el mundo aclamaron su figura y silenciaron todo aquello. Sin embargo, su legado es claro: después de una vida como terrorista, pudo erigir el Estado palestino junto a Israel pero prefirió lanzar la Segunda Intifada, robar a manos llenas y dejar una Palestina dividida. Arafat no quiso cambiar.

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