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Emilio Campmany

Complejos y sombras

Está muy bien querer ayudar a esta pobre gente. Pero no nos creamos superiores porque no lo somos.

Leo y oigo con indisimulable disgusto los muchos comentarios que está provocando esta crisis migratoria. Son los megáfonos de esta sociedad rica, acomodada y mórbida que no soporta ver agolparse las desgracias a su puerta. El máximo nivel de horror se ha alcanzado con la imagen del voluntario turco en una playa llevando en brazos el cadáver de un niño. La opulenta y sabia Europa, una vez domesticados sus demonios, no puede permanecer indiferente a tanta injusticia, tanto espanto, tanto dolor. Tenemos la obligación de dar una solución a esta gente que al final no puede ser otra que la de acogerlos como podamos en la cantidad que sea necesaria. Luego es verdad que, a la hora de concretar, empieza una interminable discusión.

Todo eso es cierto. Y, como los demás, yo no sé cuál es la solución correcta, que sea a la vez eficaz y moralmente intachable. Lo que no soporto es ese engolamiento, ese ensoberbecimiento que parte de la convicción de que ellos son pobres y nosotros ricos; ellos, bárbaros y nosotros, civilizados; ellos, ignorantes y nosotros, sabios; sus sociedades, atrasadas y las nuestras, avanzadas; sus regímenes, dictatoriales y los nuestros, democracias. No soporto cómo somos indiferentes a los muchos infiernos que encierra este paraíso que buscan los inmigrantes con tanto afán. En España se practican más de 100.000 abortos al año para impedir que esos seres humanos lleguen a niños que puedan afligirnos si mueren en una playa. No sólo, sino que se practican en virtud del "ejercicio de un derecho". Aquí, muchísimos varones, perceptores muchos ellos de subsidios y pensiones, satisfacen sus caprichos sexuales por unos pocos euros beneficiándose de la explotación que padecen decenas de miles de mujeres, muchas de ellas inmigrantes, aprisionadas en las redes de unos desaprensivos que cuentan con la indiferencia corrupta de algunas autoridades. Aquí, los traficantes de drogas distribuyen su letal mercancía casi con total impunidad. Hasta la Dirección General de Tráfico proclama en un anuncio con cargo a los Presupuestos Generales del Estado que fumar un porro en la adolescencia (¡en la adolescencia!) no puede hacerte más daño que el ganarte una regañina de tu padre para luego concluir que lo realmente peligroso es fumárselo antes de ponerse al volante. Un traficante no habría anunciado mejor su producto.

Todo esto ocurre en esta Europa a la que se esfuerzan por llegar millones de refugiados e inmigrantes que huyen de los horrores de sus países. Buscan el paraíso y, sin duda, desde muchos puntos de vista, nuestro continente lo es. Pero que se lo digan a los que van a morir antes de poder nacer, a las niñas y mujeres a las que prostituyen por un puñado de monedas que ni siquiera se embolsarán ellas, o a los que están en tratamiento porque las drogas les han privado de la capacidad mental para ser personas libres y responsables. Nos movilizamos por los horrores que vemos en nuestras fronteras y a la vez somos incompasibles con las trituradoras de carne en los cuartos trasteros de las clínicas abortistas, con la explotación de mujeres y niñas que infames proxenetas exhiben medio desnudas por las calles y con las terribles enfermedades mentales que provoca el consumo de drogas, especialmente en los adolescentes. Está muy bien querer ayudar a esta pobre gente. Pero no nos creamos superiores porque no lo somos.

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