Menú
Emilio Campmany

El caso de los becarios desaparecidos

Me miró con ternura, se llevó el índice a sus labios encarnados y me susurró: "Hay una señora en su despacho esperándole desde hace más de media hora".

Me miró con ternura, se llevó el índice a sus labios encarnados y me susurró: "Hay una señora en su despacho esperándole desde hace más de media hora".

Aquella mañana, la resaca amenazó con acompañarme algo más de lo habitual. Cuando llegué a mi cuchitril en la esquina de Burritt Alley con la Bush Street, en el bajo San Francisco, saludé a mi secretaria, la señorita Perrine, con un piropo vagamente grosero. Effie, siempre tan comprensiva, no me lo reprochó. Me miró con ternura, se llevó el índice a sus labios encarnados y me susurró: "Hay una señora en su despacho esperándole desde hace más de media hora".

–¿Qué tal es?

Effie sabe enseguida qué es exactamente lo que estoy preguntando:

–Guapa. Guapa y elegante. Así que no es tu tipo.

Me relamí ligeramente.

–¿Cómo se llama?

–Es un nombre español. Susana Díaz.

–¿Te ha contado qué quiere?

–Ha dicho que sólo hablaría contigo.

Chasqueé la lengua y entré en mi despacho. La mujer estaba de pie, de espaldas, mirando por la ventana el ir y venir de los afortunados que podían permitirse el lujo de ir a esa hora a trabajar. Era alta y rubia. Nada que ver con lo que un detective de San Francisco hubiera imaginado hallar al encontrarse con una dama española. Se volvió.

–¿Señor Spade?

–Sam Spade, señora…

–Díaz. Susana Díaz. La presidenta de una pequeña región española llamada Andalucía.

Nos estrechamos las manos. La suya era fría y algo huesuda. Quizá tuviera razón Effin y la señora Díaz no fuera mi tipo. La invité a acomodarse en uno de los confidentes, donde, para mi vergüenza, todavía había migas del sandwich que mi socio, Miles Archer, había cenado la tarde anterior. Yo me senté en mi butaca.

–¿En qué puedo servirle, señora Díaz?

–Tengo un grave problema que sólo usted puede ayudarme a resolver –dijo dando una larguísima calada al cigarrillo electrónico que sostenía con gracia entre sus dedos de la mano izquierda.

–Soy todo oídos –le contesté sin entusiasmo.

–Hace unos días –comenzó a contarme–, en una ciudad de mi región llamada Almería, desaparecieron ciento veinte estudiantes.

La miré mientras me disponía a encender mi primer cigarrillo del día. Era evidente que un psicópata de los que hay tantos en mi país asolaba aquella pobre ciudad. La mujer, cabizbaja y compungida, continuó su relato.

–Se trata de ciento veinte personas sin recursos a los que mi Gobierno ha becado para que puedan continuar sus estudios.

Pensé en un loco que sólo secuestraba y asesinaba estudiantes pobres subvencionados por la Administración por el hecho de habérsele negado a él una beca en su juventud y en que ésta era su forma de vengarse de la sociedad. Sin embargo, no dije una palabra para permitir que la mujer desembuchara lo que llevaba dentro.

–La cuestión es que…

Vaciló. Cuando un cliente vacila sólo puede deberse a dos motivos, a que va a contar algo que le avergüenza o a que va a mentir. Ya decidiría a qué se debía la duda de aquella recia y sin embargo frágil mujer. Al fin se decidió a hablar.

–Le seré franca, señor Spade. Estos estudiantes becados han desaparecido poco después de cobrar la beca.

Con fingida ingenuidad pregunté:

–¿Y por qué cree que se esconden?

–A estas alturas, un hombre tan sagaz como usted debería ya saberlo.

Asentí con la cabeza, pero esperé a que ella me lo explicara. Al fin, lo hizo.

–Estos estudiantes no han hecho uso de la beca. No han ido a clase y cuando hemos ido a buscarles para que devolvieran el dinero, resulta que han desaparecido.

El asunto era de una lógica aplastante. Por ver a cuánto podría ascender mi minuta, le pregunté:

–¿De cuánto estamos hablando?

–De ciento sesenta mil euros.

Casi doscientos mil dólares, calculé a ojo. Podría fácilmente cobrar entre quince y veinte mil pavos. Un buen pellizco, si se tiene en cuenta lo flojo que está el negocio. Luego, la mujer se arrebujó en la butaca, denotando una patente incomodidad.

–Mire, señor Spade. La verdad es que yo no tenía el más mínimo interés en averiguar el paradero de estas personas. Sea como fuere, se trata de personas con derecho a una beca, es decir, sin medios. Lo que hayan hecho con el dinero no me preocupa. Sin embargo, sucede que el asunto ha saltado a los periódicos de mi país y me veo obligada a hacer cuanto pueda para localizar a estas personas. Y nadie mejor que usted para encontrarlas.

De repente, me pregunté por qué una presidenta regional de una remota región al otro lado del globo pudo llegar a la conclusión que yo, desde San Francisco, era el más indicado para encontrar a ciento veinte estudiantes desaparecidos en Almería. Tuve la respuesta enseguida, pero decidí seguirle el juego.

–Por supuesto, señora Díaz. Ha ido usted a parar al lugar idóneo. Si yo no los encuentro, es que no los encontrará nadie.

Y encendí mi segundo pitillo mientras la mujer seguía devorando su cigarro electrónico.

–No sabe cuánto me alegra oír eso. ¿A cuánto ascienden sus honorarios?

Me levanté de mi butaca y comencé a pasear por la habitación, detrás de ella, obligándola a girarse a un lado y a otro para seguir mis pasos. Tras tres o cuatro bocanadas, el sol que traspasaba las cortinas venecianas de mi ventanal iluminaban el humo haciéndolo mucho más espeso de lo que en realidad era. Dije:

–Sabe, señora Díaz, eso depende.

–¿De qué depende? –preguntó a bocajarro.

–Depende –dije yo con media sonrisa y tono irónico– de lo que de verdad quiera.

–Quiero que los encuentre.

Decidí que, igual que había hecho antes, le seguiría el juego. Los políticos son iguales en todo el mundo, da igual que gobiernen el estado de California o el sur de España. Así que lo expresé de este modo:

–Muy bien, entonces le cobraré diez mil si los encuentro y treinta mil si no lo hago. ¿Qué le parece?

–No lo entiendo –mintió ella.

Giré con fuerza el confidente donde se sentaba para obligarla a estar frente a mí. Sostuve con fuerza los brazos de la butaca y me agaché hasta que tuve mi rostro frente al suyo. Podía oler su caro perfume y su aliento, empapado del mentol del cigarrillo electrónico. Y le dije:

–Nos vamos a entender muy bien, señora Díaz. Usted no quiere encontrar a esos individuos. Lo que desea hacer es fingir que hace cuanto puede por encontrarlos. No se preocupe. Yo haré lo mismo. Simularé que los busco. Aparentaré que lo hago hasta en el infierno. Pero no tenga cuidado. No aparecerán. Vistas así las cosas, treinta mil dólares me parece una ganga.

La mujer me empujó con su mano derecha para que me separara de ella y se levantó bruscamente. Levantó el mentón con aire de ofendida dignidad y me convencí de que se marcharía airadamente sin cerrar el trato. En vez de eso, dijo:

–Hágame llegar su número de cuenta y póngase inmediatamente al trabajo.

–La señorita Perrine se lo dará antes de irse.

–Muy bien.

Nos estrechamos las manos. Noté la suya algo más caliente que cuando la sostuve la primera vez. Abrió la puerta y se dispuso a marcharse. Entonces, se detuvo un instante y se volvió. Había olvidado algo:

–Una última cosa, señor Spade.

–Dígame, señora Díaz.

–No se extrañe si el dinero procede de una cuenta con la clave "ERE". Son cosas nuestras.

–Señora Díaz, no se preocupe. Nunca miro de dónde procede el dinero. Sólo me interesa saber que está en mi poder.

–Desde luego. Buenos días, señor Spade.

–Buenos días, señora Díaz.

Temas

En España

    0
    comentarios