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Emilio Campmany

El malabarista valiente

Es verdad que no fue Churchill, pero al menos tenía su mismo coraje. Eso no lo puede decir ninguno de sus sucesores, especialmente los dos últimos.

Adolfo Suárez constituye una paradójica reunión de unanimidades. Sus contemporáneos son desde luego unánimes en los halagos por cómo condujo la Transición. Son hoy tan unánimes como en su día lo fueron en el deseo de acabar con él. Los socialistas quisieron apearlo del poder por cualquier medio. La derecha lo consideraba peor que un traidor, un indocumentado. Sus compañeros de partido empezaron a repartirse su herencia mucho antes de su caída, con lo que ayudaron a provocarla. El mismo rey estaba muy disgustado con él, no sé si por haber hecho una Constitución donde no conservaba ningún poder o simplemente por envidia, por ser Suárez y no él quien encarnara la sacrosanta Transición.

Y sin embargo, si es cierto que Suárez se limitó a seguir las pautas fijadas por Torcuato Fernández-Miranda, no lo es menos que lo hizo con la maestría del experto malabarista que aquel guión requería. Y si es verdad que, cuando el libreto se acabó, ya no supo muy bien qué hacer, no lo es menos que ese desconcierto habría embargado a cualquiera tras concluir con éxito la difícil misión para la que había sido nombrado. A Suárez le fue reservada la gloria de desembarcar en Normandía, pero no entendió que aquélla llevaba aparejada la pena de no desfilar en París. Proclamada la Constitución, tan sólo le quedaba apartarse y dejar que vinieran los socialistas a demostrar que España era una auténtica democracia en la que los otrora rojos podían ganar unas elecciones y gobernar normalmente. No se quitó de en medio y empezó a recibir empujones de todas partes. Cuando al fin se decidió a dimitir y dejar paso al sepulturero que amortajaría a la UCD y entregaría las llaves del palacio a los chicos de la pana y las barbas, el golpe de Estado ya estaba en marcha y no hubo forma de pararlo hasta que el propio Tejero lo descarriló.

Es obvio que Suárez no fue Churchill. Pero, comparado con lo que padecemos ahora, su figura parece comparable a la de un Cánovas o un Maura. Hoy, cuando los que no pararon hasta acabar con él se disponen a rendirle honores y a enterrarlo contritos, se me viene a la memoria su imagen dignamente sentado en la cabecera del banco azul rodeado de humo, pólvora y los estampidos de los subfusiles mientras el resto de la cámara, con la unanimidad propia de estas ocasiones, se escondía debajo de los escaños. Es verdad que no fue Churchill, pero al menos tenía su mismo coraje. Eso no lo puede decir ninguno de sus sucesores, especialmente ninguno de los dos últimos.

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