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Emilio Campmany

Hacienda 'black'

El montaje jamás habría prosperado sin la colaboración de Hacienda.

Avanza el juicio de las tarjetas blacky hay una ausencia en el banquillo cada vez más atronadora. No hablo de ningún directivo que pudiera ser responsable de la emisión de las tarjetas. Ni de ningún otro que pudiera haberse beneficiado de ellas. Hablo de Hacienda. Esa Hacienda que nos conmina a pagar para tener derecho a recibir cuando son unos los que dan y otros, no siempre los más necesitados, quienes reciben. Esa Hacienda que parece que rebusca en nuestros cubos de la basura para ver si encuentra algo con lo que empapelarnos, que se dirige a nosotros como si fuéramos delincuentes, confesos o en potencia. Esa Hacienda que por un día de retraso sanciona con la inclemencia de un usurero pero que cuando es ella la que tiene que devolver algo de lo mucho que nos ha sangrado se llama a andana. Esa Hacienda que, sabiendo nuestra vida y milagros, espera a ver qué declaramos con la esperanza de que hayamos olvidado algún detalle y empitonarnos en consecuencia. Esa Hacienda que tiene por costumbre, como pretende Ciudadanos que haga con la amnistía fiscal, cambiar su propia interpretación de sus incomprensibles leyes para lograr la exacción y sanción de dineros que se suponía no le eran debidos.

Pues bien, esa todopoderosa Hacienda es la responsable de las black. Porque aparentemente la discusión se centra en si eran una forma de remuneración libre de impuestos o si, por el contrario, eran gastos de representación. Nada de eso. La cuestión real es que Hacienda aceptaba que esos gastos fueran desgravables a pesar de su obvia innecesariedad para la gestión del negocio. Porque el montaje jamás habría prosperado sin la colaboración de Hacienda, que aceptó que la estancia en un balneario o en una sauna, me da igual, era un gasto necesario para la actividad. De otro modo, habría tenido que considerarlo una remuneración y exigir que fuera declarada como tal, dijera lo que dijera la dirección de la entidad.

Da la impresión de que lo que eran al principio gastos de representación, que sólo admitiría como tales quien acepta pulpo como animal de compañía, se convirtieron de facto en una remuneración irregularmente exenta. Pues si cuela como gasto de representación la compra de ropa interior o el dinero metálico sacado del cajero sin justificar a qué se dedica, ¿qué más da gastarlo en lo que sea?

Por eso, la clave de nuestro sistema fiscal no son tanto sus leyes como quién y cómo hace las inspecciones. Si a un empresario corriente le dan la tabarra y no le admiten como gasto desgravable la cuenta de un restaurante o la factura de una floristería y a otro, por estar su consejo de administración atiborrado de políticos, le pasan como gasto la lencería que compran sus directivos o los viajes turísticos que hacen, ¿qué importa lo que digan las leyes? Hacienda somos todos. Sí, pero unos más que otros.

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