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Emilio Campmany

Se acabó la pataleta

El Supremo ha puesto fin a la rabieta de los jueces de la Audiencia Nacional con la contundencia con la que lo habría hecho un buen padre de familia.

El Supremo ha puesto fin a la rabieta de los jueces de la Audiencia Nacional con la contundencia con la que lo habría hecho un buen padre de familia.

El pleno del Tribunal Supremo, quince togas con sus correspondientes treinta puñetas, ha puesto fin a la rabieta de los jueces de la Audiencia Nacional con la contundencia con la que lo habría hecho un buen padre de familia. No sólo eso, sino que al hacerlo ha puesto en evidencia a estos jueces a quienes la reforma que osó limitar su jurisdicción universal, que hasta ese momento se extendía a todo el orbe, les provocó un berrinche propio de niños malcriados y gritones. "¿Ah, sí? Conque ésas tenemos, ¿no? Pues si no me dejas encausar a quien a mí me parezca, te pongo en la calle a todo el que hayas detenido fuera de España", vinieron a decir. Y así fue como liberaron a unos cincuenta narcotraficantes capturados en aguas internacionales como el niño que destroza de un pisotón el juguete que le acaban de regalar por no ser exactamente el que él quería.

Podríamos piadosamente decir que olvidaron que para juzgar a esos narcotraficantes no necesitaban la jurisdicción universal que antes les atribuía la ley, pues les hubiera bastado aplicar los convenios internacionales de los que España es parte y que, como ellos no pueden ignorar, forman parte del ordenamiento jurídico español. Pero es que no podían haberlo olvidado porque la Fiscalía se lo recordó oportunamente, y aun así insistieron en hacer una higa al Gobierno poniendo en libertad a peligrosos delincuentes que había costado mucho dinero y esfuerzo detener. Especialmente notables fueron las palabras empleadas por el juez Gómez Bermúdez cuando se declaró frustrado por no poder mantener en la cárcel a unos delincuentes a causa de la reforma del Gobierno. Tal afirmación es un insulto a quienes les pagan para que los defiendan del crimen, porque la Fiscalía le había proporcionado argumentos jurídicos suficientemente sólidos para mantenerlos en prisión, y si le hubiera hecho caso se habría ahorrado su supuesta frustración. Y encima añadió que, por mucho que le doliera liberarlos, el juez debe atenerse a la ley aunque no le guste, cuando precisamente lo que hizo fue dejar de aplicarla por el mucho disgusto que le causó su nueva redacción.

Hay en todo ello un punto de chulería que, francamente, da miedo, porque tiene toda la razón Bermúdez cuando dice que el juez se debe a la ley, aunque no le guste, pero que lo recuerde para justificar una resolución suena a inquietante excusatio non petita. Y mucho más cuando el acuerdo que estaba justificando era abiertamente contrario a la norma que decía estar aplicando según la autorizada opinión de la Fiscalía y que no podía desconocer. Una opinión en la que no hay mucho margen a la discusión, como demuestra el que el pleno del Supremo la haya ratificado con rara unanimidad. A ver si es verdad y llega el día en que, sin necesidad de decirlo, los jueces de la Audiencia se limitan de una vez a aplicar sin alharacas la ley.

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