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Emilio Campmany

Sinfonofobia

Casi todos los líderes políticos parecen aquejados de lo que podríamos llamar 'sinfonofobia', la enfermedad que sufre quien padece fobia al pacto o al acuerdo.

Casi todos los líderes políticos parecen aquejados de lo que podríamos llamar 'sinfonofobia', la enfermedad que sufre quien padece fobia al pacto o al acuerdo.
Flickr/Podemos/Dani Gago

Casi todos los líderes de nuestros partidos políticos parecen aquejados de un grave trastorno mental que podríamos llamar sinfonofobia. Se define ésta como la enfermedad que sufre quien padece fobia al pacto o al acuerdo, sínfono y sinfonía en griego. Pues bien, salvo Albert Rivera, que más bien parece padecer sinfonofilia, los demás sienten una especie de invencible repugnancia a cualquier acuerdo que no les conduzca a ostentar la presidencia del Gobierno o casi, que no otra cosa es lo que pretende Pablo Iglesias. Se han destacado los muchos Gobiernos que hay en Europa que son fruto del pacto. Y sin embargo aquí, salvo Rivera, nadie quiere pactar nada que no conduzca a presidir el Gobierno.

Ahora bien, lo que obstaculiza el acuerdo no es la testarudez de nuestros políticos, sino el poder que atribuye nuestra Constitución al presidente. Es verdad que el nuestro es un régimen parlamentario que, por naturaleza, tiende a que el Gobierno sea fruto del consenso. Hasta ahora no ha sido necesario que los grandes partidos nacionales lo alcanzasen porque los pequeños partidos nacionalistas han podido redondear las mayorías de los vencedores exigiendo tan sólo cesiones en materia de competencias autonómicas y dinero. Sin embargo, ahora que están obligados a negociar, los grandes partidos no se conforman con tan poco sino que aspiran a compartir el poder. Y nuestro sistema, en contradicción con el hecho de ser de carácter parlamentario, atribuye tanto al presidente del Gobierno que en realidad éste es el único que importa, como ocurre en los regímenes presidencialistas. Es verdad que, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos o en Francia, el Congreso de los Diputados puede aquí hacer caer al presidente. Pero, en la práctica, es imposible. Para hacerlo hay que encontrar un candidato alternativo que sea capaz de obtener el respaldo de la mayoría absoluta del Congreso, sin que en ningún caso baste la mayoría simple. La única forma de que caiga un Gobierno sin que haya un recambio que disponga de esa mayoría absoluta es una cuestión de confianza, y nadie en su sano juicio la presentará si tiene una alta probabilidad de perderla.

Tan omnímodo es el poder del presidente del Gobierno que, en caso de que el pacto entre PSOE y Ciudadanos prosperase, Albert Rivera no tendría forma de hacerlo caer como castigo a un hipotético incumplimiento. Podría votar contra cuantas propuestas llevara el Gobierno a la Cámara, pero no podría derrocarlo sino presentando un candidato alternativo en condiciones de ser respaldado por la mayoría absoluta de los diputados. En estas condiciones, es perfectamente lógico que en casi todos los partidos haya un natural rechazo a votar a ningún candidato que no sea el propio. No digo que nuestra idiosincrasia no ponga su granito de arena en esto de dificultar el acuerdo, pero el obstáculo más grave es el amplísimo poder que la Constitución otorga al presidente y las dificultades que pone a su caída.

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