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Emilio Campmany

Violencia política

Los escraches se han demostrado extraordinariamente eficaces a la hora de allegar votos a la izquierda y los nacionalismos.

Los escraches se han demostrado extraordinariamente eficaces a la hora de allegar votos a la izquierda y los nacionalismos.
EFE

Tenemos la convicción de que la violencia política es contraproducente. Se supone que recurrir a ella perjudica al partido que participa de la misma ideología que los violentos. Es mentira. Al menos en cuanto a la izquierda y los nacionalismos. Cosa distinta es cuando se pasan. Que la ETA cometiera el error de emplearse con especial crueldad con Ortega Lara o con Miguel Ángel Blanco y eso le restara apoyos no desdice el hecho de que, cuando se limitaba a asesinar agentes del orden, a Herri Batasuna no le costaba un voto.

Se argumenta que el independentismo catalán tiene más posibilidades de éxito que el vasco porque es pacífico. En absoluto. Las tiene porque no es tan violento, porque no recurre al asesinato. Pero claro que es violento. Cuando apalean, insultan, ultrajan, abuchean, zarandean o acosan a alguien por defender cualquier cosa que huela a español, están recurriendo a la violencia. Y esa violencia es rentable políticamente. Vaya si lo es. A nadie le importa lo dejados de la mano de Dios que estén leoneses o murcianos, ni las penas que pasen salmantinos o almerienses. Lo que nos preocupa a todos es lo cabreados que están algunos catalanes porque expresan su cabreo con violencia. Y pensamos estúpidamente que no se comportarían así si no tuvieran una buena razón.

En la izquierda ocurre lo mismo. Las protestas a cuenta del Prestige o la Guerra de Irak tuvieron el efecto que tuvieron en la medida en que emplearon una cierta dosis de violencia. En cambio, las muchas manifestaciones que la derecha hizo contra la negociación con la ETA fueron completamente inútiles por pacíficas. Es cierto que si la derecha recurre a la violencia, por bajo que sea su perfil, lo que defienda quedará automáticamente desautorizado. Pero si es la izquierda la que recurre a ella y no se pasa, los réditos son inmediatos. Los socialistas ganaron las elecciones de 2004 rodeando con violencia las sedes del PP. Zapatero ganó las de 2008 recurriendo al incremento de la tensión, eufemismo con el que se refería, cuando los micrófonos captaron su conversación con Iñaki Gabilondo, a la violencia. Podemos se ha aupado hasta donde está rodeando el Congreso y abriendo la cabeza a los policías encargados de restaurar el orden constitucional. Los escraches se han demostrado extraordinariamente eficaces a la hora de atraer votos. Una vez que es casi segura la abstención del PSOE en la investidura de Rajoy, Iglesias y los suyos recurren nuevamente a la violencia o aplauden la que emplean los inmigrantes ilegales porque con ella esperan, seguramente con buen juicio, ganar adeptos y votos.

Como ocurre en los partidos de fútbol, el grado de violencia de un partido lo establece el árbitro al fijar el umbral de lo permisible. Porque el equipo que quiere ganar sin recurrir a ella tendrá que hacerlo en la medida en que le esté permitido emplearla al equipo contrario. No le queda otra, porque si se achanta pierde. En este caso, el árbitro es el Estado y su margen de permisividad con la izquierda y los nacionalistas no es todavía peligroso porque la derecha sigue esperando vencer ateniéndose rigurosamente a las reglas del marqués de Queensberry. El día que se convenza de que sólo puede ganar ateniéndose a las permisivas normas que se aplican a izquierdistas e independentistas, tendremos las primeras tanganas. Y la responsabilidad no será tanto de los violentos como de quienes tienen la obligación de imponer el cumplimiento de la ley.

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