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Emilio J. González

¿El fracaso de Europa?

Tras el voto negativo de Francia, los mercados financieros empiezan a considerar que, tal y como están las cosas, es probable que los países miembros de la Unión Monetaria Europea no sean capaces de remar en la misma dirección, en muchas cuestiones

En noviembre de 1997, Martin Feldstein, el presidente de la influyente Nacional Boureau of Economic Research estadounidense, publicó un artículo en la también muy influyente Foreign Affaires en el que expresaba sus dudas sobre el euro y ponía en tela de juicio el futuro de la moneda única. La tesis central que sostuvo Feldstein es que la divisa común europea, en caso de que, efectivamente, llegara a ser realidad, tendría muchos problemas derivados de los distintos intereses nacionales de sus dos principales promotores –Francia y Alemania- o como consecuencia de los problemas de naturaleza política que aguardaban en los años venideros al proceso de construcción europea, todo lo cual ponía en entredicho la viabilidad del proyecto de unión monetaria e, incluso, su propia existencia a largo plazo. El artículo, como es lógico, suscitó un gran revuelo en Europa y una condena drástica debido al punto de vista de Feldstein. Pero después del rechazo francés a la Constitución Europea y la inmediata muestra de debilidad del euro ante el rien de rien de nuestro vecino del otro lado de los Pirineos, conviene revisar las advertencias de Feldstein precisamente para evitar que se cumplan sus conclusiones.
 
Desde su nacimiento el 1 de enero de 1999, la credibilidad del euro y la importancia de su papel como alternativa al dólar como divisa de reserva, referencia de precios en el comercio internacional y moneda para invertir se ha sustentado en la confianza de que, efectivamente, la unión monetaria europea fuera el rubicón, el punto sin retorno, del proceso de integración política del Viejo Continente. Para los mercados internacionales, la existencia del euro significa necesariamente que, de una u otra forma, vendrá a continuación una unificación de las políticas económicas de los países miembros de la zona del euro, con el fin de evitar las disparidades que podrían producirse, y de hecho tienen lugar, entre una política monetaria única, ejecutada a través del Banco Central Europeo, y el resto de políticas económicas que, tenían y hoy por hoy tienen, un carácter nacional.
 
Alemania y Francia, sin ir más lejos, llevan varios años en que su déficit público no hace más que aumentar, mientras en otros países el desequilibrio presupuestario se reduce o, incluso, se alcanza el superávit. Estas discrepancias pueden dar lugar a movimientos no deseados del tipo de cambio de la moneda única frente al dólar, algo que temen unos mercados financieros para quienes el tránsito paulatino hacia la unión política era garantía de esa unificación de políticas económicas que evitara problemas no deseados. Al rechazar Francia en referéndum la Constitución Europea, esa esperanza empieza a venirse abajo, como prueba el hecho de que antes de la consulta la cotización del dólar frente al euro fuese de 1,27 billetes verdes por cada euro y después de ella se haya situado en 1,23.
 
La lectura de este hecho es inmediata; sus consecuencias económicas previsibles también lo son. El no de Francia al euro ha dado lugar a una salida de inversiones en la divisa europea para dirigirse al dólar porque la confianza de los inversores, al menos de los que operan con la vista puesta en el corto plazo, se ha debilitado. Si no se corrigen las cosas, en unos meses podríamos tener problemas económicos ya que, por un lado, la fortaleza del euro ha evitado en buena medida que los altos precios del petróleo se trasladen en su totalidad a la economía europea y, por otro, la posible entrada en una nueva fase de debilidad de la divisa europea no solo podría acabar con cualquier perspectiva de reducción de los tipos de interés por parte del Banco Central Europeo, sino que, incluso, podría obligar al BCE a subirlos, con el consiguiente lastre para un crecimiento económico de la Unión Europea que este año no anda precisamente muy bien de salud.
 
La Unión Europea, por otra parte, hoy sufre dos problemas económicos importantes. Por un lado, su competitividad dista mucho de estar a la altura de la de Estados Unidos y al nivel suficiente para afrontar el reto de la globalización. Ello exige a los países de eurozona una estrategia común, definida en la Cumbre de Lisboa de marzo de 2000, ya que cuentan con una misma moneda. Tras el voto negativo de Francia, los mercados financieros empiezan a considerar que, tal y como están las cosas, es probable que los países miembros de la Unión Monetaria Europea no sean capaces de remar en la misma dirección, en esta y en otras muchas cuestiones. Por otro lado, en el contexto internacional, la Unión Europea carece del peso específico que debería corresponderle  por su importancia económica, lo que limita, por no decir anula, su capacidad de negociación en muchos ámbitos de las relaciones internacionales, incluidas las económicas. Las esperanzas de que esta situación pudiera invertirse a favor de la propia UE también comienzan a desvanecerse después de que los franceses dieran la espalda a la Constitución europea.
 
Por supuesto, Francia tenía todo el derecho del mundo, como cualquier otro Estado miembro de la UE, a rechazar una Constitución europea muy discutible en muchos sentidos. Pero con su no, los franceses acaban de poner en la mesa un tema peliagudo del que nadie quería discutir: el futuro, y el presente, de la construcción europea. Este es un proyecto que, tal y como está concebido, responde a la dinámica de bloques de la Guerra Fría, cuando la Historia ya ha cerrado ese capítulo y ha abierto otro nuevo: el de la globalización y la entrada en la escena internacional de países como China, India y las economías emergentes que, hasta muy recientemente, en el tablero internacional contaban poco o nada. La partida ya no es entre dos jugadores –Estados Unidos y la Unión Soviética- con la UE en medio, sino que ha adquirido un carácter multilateral y unas nuevas reglas. Con estas nuevas coordenadas, el proyecto europeo ha quedado obsoleto y debería redefinirse. Este es uno de los motivos del rechazo francés a la Constitución europea, que puede dar lugar a que otros países, como Polonia, hagan lo mismo, por no hablar de un Reino Unido donde, ante tales circunstancias, no solo es impensable plantear un reférendum sobre la Constitución europea, sino que, además, hace todavía más difícil una pronta incorporación de la libra esterlina al euro.
 
Actualmente, la construcción europea aparece ante los ojos de muchos, dentro y fuera de la propia UE, como un proyecto cuyo fin nadie conoce aunque parece muy probable que éste no sea el previsto por sus arquitectos. Tres de los países de la Unión Europea antes de la ampliación –Reino Unido, Dinamarca y Suecia- no forman parte del euro, dando lugar a la denominada Europa a dos velocidades. Éstas ahora pueden aumentar si nos encontramos con países que han aceptado la Constitución Europea y otros, como Francia, con todo el peso que tiene dentro de la UE, que la han rechazado. Y la pregunta inmediata es si cambiarán las cosas en breve. Francia también rechazó en un primer referéndum el Tratado de Maastricht, por el que se creó la Unión Monetaria Europea, pero en este caso se aplicó la técnica comunitaria de insistir una y otra vez hasta que las cosas salgan como estaba previsto y, así, en una segunda consulta, Francia dijo a Maaastricht. Pero aquellos eran otros tiempos y ahora parece más difícil que, en una segunda oportunidad, los franceses vayan a cambiar el signo de su voto.
 
A la luz de todo esto, un informe interno del Bundesbank, el banco central de Alemania, dice que la Unión Monetaria, diseñada para promover la unión política europea, ha fracasado. Si es así, Feldstein, al final, podría tener razón.

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