La ministra de Vivienda, María Antonia Trujillo, llevaba un tiempo callada, pero ha sido volver a abrir la boca y crear una nueva polémica en torno a uno de los problemas más graves y que más quitan el sueño a los españoles: la vivienda. A la señora ministra no se le ha ocurrido nada mejor que decir a principios de esta semana que habría que construir viviendas de protección oficial (VPO) de ¡treinta metros cuadrados! y, dos días después, tras observar las fuertes reacciones en contra suscitadas por su globo sonda, desdecirse alegando que se trataba de una propuesta de los arquitectos, porque siempre hay alguien a mano, real o inventado, que sirva como chivo expiatorio o cabeza de turco, como salida de emergencia y desviación de responsabilidades.
Es triste que en un país avanzado como España sucedan estas cosas, pero más triste es lo que subyace tras incidentes como éste. Porque lo primero que queda claro tras las palabras de Trujillo es que el Gobierno no tiene la menor intención de resolver el problema de la vivienda. Y digo esto porque el Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero sabe muy bien cual es el camino a seguir: la liberalización del suelo para abaratar el precio de las casas –como muy bien sabe y defiende el vicepresidente económico, Pedro Solbes– y la reforma de la ley de alquileres para proteger los derechos del dueño de la vivienda y, de esta forma, sacar al mercado los tres millones de pisos que permanecen vacíos en nuestro país. Esta es la política que verdaderamente funciona. Lo malo es que su aplicación implica mayores dosis de libertad para los ciudadanos y menos intervención del Estado y eso es algo que buena parte de nuestros socialistas, de tan profundas raíces ideológicas, no están dispuestos a aceptar. No hay más que ver la alergia que le produce a la ministra Trujillo la idea de liberalizar el suelo, como defiende Solbes, para constatarlo.
Con María Antonia Trujillo, por tanto, volvemos a la política de vivienda dirigista e intervencionista propia de los peores tiempos del franquismo y, como siempre ocurre en estos casos, con resultados perniciosos. Como el suelo es caro y no estamos dispuestos a liberalizarlo, hacinemos a las personas en casas de treinta metros cuadrados que, más que viviendas, son infraviviendas. Porque, le guste a la ministra o no, lo cierto es que la dignidad de una casa sí se puede medir por los metros cuadrados de su superficie. No es lo mismo disfrutar de un salón grande, de dormitorios amplios en los que poder tener muchos armarios, de cocinas espaciosas y luminosas y, a ser posible, de jardín con piscina, que habitar encogidos en espacios de dimensiones mínimas en los que las paredes se le vienen a uno encima y apenas hay sitio para guardar las pertenencias personales, siempre que no sean muchas. La dignidad, en este caso, cuenta con una vara con que medirla.