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Enrique Dans

Un plato de lentejas

Aquí, en vez de negociar precios o condiciones, le ofrecen a uno un teléfono, y a correr. Puestas así las cosas, si va a cambiar de operadora y firmar nosecuantos meses a cambio de un teléfono “de última generación”, piénseselo dos veces

Hace unos días sonó un teléfono en mi bolsillo. La llamada me sorprendió, porque se trataba de un terminal que me habían prestado ese mismo día para que probase, y cuyo número, por tanto, prácticamente nadie tenía asociado a mí. Al contestar la llamada, me encontré con un operador que me invitaba a portar mi número a su compañía, a cambio de “un terminal de última generación” (el que yo tenía en ese momento pegado a la oreja era más “de última generación” que el que me ofrecía de entrada). Tras explicar convenientemente al empleado la imposibilidad de portar un número que no sólo no era mío, sino que pertenecía, casualidad de las casualidades, precisamente a otra operadora, me quedé pensando en el grado de desesperación que debe haber invadido a las operadoras españolas tras darse cuenta de la obvia saturación del mercado y la imposibilidad, por tanto, de sostener los impresionantes crecimientos de épocas pasadas. La solución, por tanto, ya no es captar nuevos segmentos de abonados –hoy en día tienen móvil hasta los niños de diez años– sino, simplemente, robárselos al vecino.
 
Hasta aquí, todo normal. De hecho, la razón por la cual me llamó la atención no fue tanto la circunstancia de que una operadora te llame para proponerte que dejes a la tuya y te vayas con ella, como el hecho de haber vivido ya algo similar durante mis cuatro años de estancia en los Estados Unidos. En ese tiempo, los operadores de AT&T y MCI se hicieron “casi, casi de la familia”: llamaban incesantemente semana sí, semana también, y proponían todo lo que se podía proponer dentro de los límites de la moral y las buenas costumbres para que me fuese con ellos. Pero la diferencia real entre mi experiencia norteamericana no era tanto cualitativa –en ambos casos se trata de una empresa que te intenta convencer para que abandones a la que tienes en ese momento y te vayas con ella– sino cuantitativa: ¿a cambio de qué? Cuando llegué a los Estados Unidos en 1996, contraté la línea de teléfono de mi casa con AT&T. No por ninguna razón en particular, sino porque, siendo español, me parecía razonable irme con la operadora que “me sonaba más conocida”, “la más grande”, la más próxima al concepto monopolístico que yo conocía. Recuerdo que al recibir mi primera carta de AT&T examiné las condiciones, y observé que tenía un precio de $1.40 por minuto de llamada con España, algo que me pareció maravilloso, claramente inferior a lo que yo pagaba en aquel entonces desde España por llamar a los Estados Unidos. Sin embargo, al cabo de unos meses, en medio de una conversación casual, una compañera de la universidad me preguntó cuanto pagaba mis llamadas a España, y mi satisfecha respuesta provocó que los presentes se echasen las manos a la cabeza y mostrasen toda una galería de variadas risotadas. Mi compañera, que llevaba ya varios años viviendo en los Estados Unidos, me dijo simplemente: “llama, y renegocia tus tarifas inmediatamente”.
 
Por supuesto, la cara de pasmado que se me quedó debió de ser digna de algún personaje de los cercanos Estudios Universal… ¿cómo iba yo, ciudadano de a pie, a llamar a una operadora para negociar con ella mis tarifas? La perspectiva me parecía una auténtica locura, una barbaridad, las carcajadas del empleado que cogiese el teléfono iban a llegar a Cuba… Sin embargo, ante la insistencia de mi amiga, lo hice: y de manera inmediata, los $1.40 por minuto se transformaron en $0.46. ¡¡Casi una tercera parte!! En mis cuatro años de estancia, mi tarifa fue bajando ante mis pasmados ojos hasta llegar a ser de $0.22 los días normales y $0.06 los domingos, además de darme millas para viajar con Delta en función de mi gasto en teléfono. Nunca he hablado por teléfono tanto con mis padres y mis amigos como en la temporada en que viví geográficamente más lejos de ellos. Son las cosas que tienen los mercados competitivos de verdad.
 
Mientras, en España, las cosas siguen poco más o menos igual. El nivel de precios no es el mismo (faltaría más), pero la actitud de las operadoras sí que lo es. Ahora, por primera vez, se dignan a llamar a los abonados e intentar convencerlos para que adopten sus servicios, pero ¿a cambio de qué? Algunas de las llamadas ofrecen “un terminal de última generación”, o hasta dos, a cambio de un contrato “irrompible” de dieciocho meses, el llamado “cerrojo”, la imaginativa solución de las operadoras ante la tendencia de los clientes a incrementar su movilidad, el llamado churning. Eso es todo. Un telefonito, a modo de cuentas coloreadas para negociar, a cambio de una fidelidad garantizada de año y medio. Si alguien intenta negociar tarifas, la risotada del teleoperador que le haya tocado en suerte seguirá siendo igual de prominente que la que yo me imaginaba en 1996. Las tarifas de una operadora, o mejor dicho, de todas ellas, siguen resultando sospechosamente parecidas entre sí, y parecen talladas en piedra con un cincel: si un cliente pretende cambiarlas o negociarlas en función de las características específicas de su consumo, le pueden, simplemente, dar dos duros.
 
Los precios por minuto de las operadoras en ese entorno que la CMT pretende denominar “de libre competencia” ya son ridículamente altos en relación a otros países de nuestro entorno, y, desde luego, a los Estados Unidos. Aquí, en vez de negociar precios o condiciones, le ofrecen a uno un teléfono, y a correr. Puestas así las cosas, si va a cambiar de operadora y firmar nosecuantos meses a cambio de un teléfono “de última generación”, piénseselo dos veces. A lo mejor está vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas.

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