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Enrique de Diego

Chávez, entre los enemigos de los pobres

La justificación al uso de la victoria electoral en su día de un personaje patibulario y golpista como Hugo Chávez se establece por las diferencias sociales existentes en Iberoamérica. Es un criterio con el que se han explicado las dictaduras, los mercantilismos, la corrupción, los caudillajes y los totalitarismos de un continente que va de Guatemala a Guatepeor.

Las reacciones ante el reciente autogolpe se mueven dentro de esa sociología: las clases medias se rebelan contra la deriva autoritaria, mientras desde los barrios de chabolas baja la multitud a la defensa del padre, ahíta de resentimiento. Esa forma de actuar no es otra cosa que una especie de suicidio. Hugo Chávez es de esos que dicen amar tanto a los pobres que los crea por millares. Los pobres son más pobres desde que Chávez está en la presidencia, pero la cúpula militar es más rica, empezando por él, que ha comprado para la presidencia un avión por sesenta y cinco millones de dólares. Los pobres, además, a veces son idiotas. En la televisión se ofrece la entrevista de una chavista que dice que si tienen que pagar los impuestos, adelante, que si sube la inflación, qué más da, lo importante es la ilusión “bolivariana”. De ilusión, a lo que se ve, también se vive.

Las fórmulas tercermundistas, mercantilistas, demagógicas, que prometen desde el Estado los “derechos sociales”, suelen concluir en lesiones a los derechos personales y, por supuesto, en regresiones de esas posibilidades que pomposamente nuestros docentes estatalizados tildan como derechos de tercera generación. Lo que saca a las sociedades de la pobreza es la libertad económica, y aún más el liberalismo, que contempla también el desarrollo pleno del sentido de ciudadanía. Donde hay más liberalismo, hay menos pobreza. Y donde se combate el liberalismo, en nombre de los pobres, estos son cada vez más multitud. Pero parece, en ocasiones, que el resentimiento es un vector vital más fuerte que la racionalidad. De todas formas, esos suicidios de los pobres, añorantes de un amo, o de un macho (Mussolini, del que Chávez no pasa de tosca imitación, decía que las masas eran hembras), suelen venir precedidos de discursos ocultistas de pseudointelectuales, dispuestos a enriquecerse del Estado, como vanguardias de unos pobres a los que multiplican.

Iberoamérica necesita una pasada por el liberalismo, pero clérigos religiosos y comunistas se han dedicado a diabolizar la solución que, cuando se pone en práctica, pone coto a la pobreza y genera riqueza para todos. Abre las vías de la movilidad ascendente.

Chávez, con las manos manchadas de sangre por la represión, jefe de los grupos terroristas llamados “círculos boliviarianos”, es el penúltimo ejemplo de esa estupidez tan instalada en Iberoamérica, y que tiene en Perón y la insustancial Evita, dos de sus paradigmas. Y es también la muestra penúltima de que la diplomacia española se mueve en parámetros de relativismo moral, desde el rey hasta el ministro de Asuntos Exteriores. Al margen de las francachelas de las cumbres iberoamericanas, y de la inmoralidad de la OEA, donde todo liberticida o patente asesino tiene su asiento y brilla como chistoso, no se conoce hasta el momento ninguna necesaria iniciativa para exigir al régimen venezolano que depure responsabilidades por los asesinatos cometidos en los aledaños y desde el mismo interior del Palacio de Miraflores. La libertad en Iberoamérica es un bien escaso, que cada poco se entierra bajo carretadas de podredumbre demagógica.

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