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Enrique de Diego

Contradicciones monárquicas

Hay un monarquismo estético y purista que ante los devaneos amorosos de Felipe de Borbón con la modelo noruega Evan Sannum ha vuelto a salir por el registro de que en su oficio de príncipe debe buscar esposa entre profesionales de la monarquía. Es una reminiscencia de la sangre azul y un intento de mantener algo del misterio cortesano mediante la endogamia dentro de una casta, cuestión que, en aras del mínimo sentido científico, está claramente desaconsejada por la genética.

Al margen de que siempre hay más papistas que el Papa y más monárquicos que el monarca, la subliminal deslegitimación de los matrimonios morganáticos –o sea, con plebeyos/as— sostiene un axioma, presuntamente pragmático, que no pasa de ser una falacia, según el cual una de las ventajas de la fórmula monárquica es la educación especial recibida para asumir la responsabilidad del Estado. Es decir, estaríamos ante una especie de educación para el poder. ¿No parece un criterio antipedagógico? ¿Deberíamos educar a algunos niños para presidente de gobierno o para diputados? Mejor sería educar en una sana concepción de ciudadanía y de limitación del poder.

El argumento subyacente es que la profesionalidad del cónyuge es la proyección de una profesionalidad innata, de un status de privilegio y al tiempo de responsabilidad. Tal concepción es curiosamente compartida por sectores populares de la opinión pública por una especie de efecto Sissi, a pesar de pertenecer a un mundo cerrado y estamental.

El sentido que a veces se da en este contexto a la palabra “profesional”, casi siempre relacionado con la mujer, parece incluso peyorativo y sugiere la capacidad de anteponer los intereses del Estado a los personales, o de mantener una prudente discrección hacia quiebras de los compromisos conyugales. Una especie de hipocresía sublimada con notable misoginia, que resulta incluso vejatoria para la misma dignidad de la mujer.

Ese monarquismo rancio y esteta anda preocupado por el hecho de que príncipes y princesas andan últimamente casándose como personas normales, cuando son privilegiados de nacimiento, lo que puede socavar los cimientos de tradición y supuesto misterio en los que se basa esa herencia de un oficio. Es posible que lleven razón, pero porque las monarquías no se basan en criterios racionales o de mérito, sino emocionales, de tradición o de pragmatismo. Si las monarquías han de necesitar cierto halo de misterio es porque no resisten el análisis crítico, como parece un gesto repelente y obsceno ese de doblar la cerviz ante el monarca o arrodillarse las señoras, que no deja de ser una estética servil. El que una familia todos sus miembros, sean desde la cuna, altos funcionarios del Estado no deja de ser una excentricidad, que sólo puede justificarse por oportunidad histórica.

Que Felipe de Borbón se construya una lujosa mansión en los terrenos de La Zarzuela es más discutible que su vida privada, aunque ésta también se sufraga con dineros públicos. ¿O hemos de considerar el fasto un elemento consustancial al poder, su parafernalia?

Hay otro debate suscitado desde las escasas filas monárquicas que resulta curioso por el momento en que se produce. Se pide la reforma constitucional para evitar el hecho llamativo de que la igualdad de sexos tiene una excepción en las reglas de la sucesión monárquica, que se rigen, en el fondo, por la ley sálica. ¿Por qué no se evitó esa discriminación desde el principio? O incluso más: ¿por qué lo que se refiere a la monarquía está en España bajo la censura del estricto autocontrol de los medios?.

La curiosidad española es que hay “juancarlistas”. Mientras en el resto del ámbito político, tal tipo de personalizaciones producen rechazo, en este caso se convierte en una especie de pseudocoartada intelectual. No soy monárquico, mucho menos juancarlista, en el sentido de que la fórmula republicana me parece superior intelectual y éticamente, porque responde al principio de igualdad de todos ante la ley y carrera abierta a los talentos, pero no soy antimonárquico, en el sentido de que la monarquía constitucional no representa riesgo alguno para la libertad.

Pero esta insistencia en los y sobre todo las profesionales de la corona me parece una falacia, una especie de criterio de casino de pueblo que se difunde con ínfulas aristocráticas. ¿Por qué no explican cuál es el perfil de esas profesionales de la corona? ¿Cuándo dicen que una reina o una princesa son profesionales qué quieren decir, a qué se refieren?

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