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Enrique de Diego

El intento de suicidio de España, 3

El aspecto negativo del confuso “federalismo asimétrico” de Pasqual Maragall y de la inconsistente indefinición de Zapatero y su dirección en materia clave como el proyecto nacional es básicamente la perpetuación de ese intento de suicidio de España que, contra sus instintos primigenios, viene perpetrando sobre todo la izquierda desde el comienzo de la transición y que parece una enfermedad incurable a pesar del Pacto por las Libertades. Quizás porque la izquierda no ha tenido en los últimos cien años una doctrina de la libertad, y porque una buena parte de ella al comienzo de la transición se reclutó entre las filas de Falange, empezando por el jefe de centuria Felipe González, la izquierda ha adoptado una acanallada subyacente postura de rechazo a la unidad de España, e incluso durante tiempo ha proscrito la misma palabra España como algo esencialmente impuro o vergonzante. ¿Cómo entender a un expresidente del Gobierno de la nación cospirando, junto con su editor oficial, con Xabier Arzalluz, para favorecer un proceso de secesión de riesgos incalculabes para los derechos humanos?

Quienes llevaron a la izquierda al marasmo ideológico, impidiendo su necesaria renovación, han compatibilizado tal deconstrucción o incluso han derivado con mayor incidencia hacia la posición de intelectuales orgánicos del nacionalismo. De forma que mientras resulta sencillo describir España como Estado de Derecho, se nos pretende introducir como supuesta modernidad en los abracadabrantes laberintos de sociedad cerrada de definir esencias antropomórficas del tipo qué es Euzkadi o qué es Catalunya. ¿No resulta llamativo, y ejemplificador, que quienes nunca protestaron por la persecución cultural durante la dictadura, de la que formaron parte como los casos citados de Javier Tusell y Juan Luis Cebrián, persigan con criterio censor a quienes osan denunciar la lesión a los derechos personales por los nacionalismos? ¿No supera el nivel de la impostura para entrar en el de la inmoralidad la consideración de tusellone de que, en términos de ideas y de modernidad, el xenófobo Sabin Arana es equiparable a Cánovas del Castillo? O ¿cómo entender que el equipo de Juan Alberto Belloch en Interior, dedicado a borrar cualquier huella o prueba incriminatoria sobre los Gal, haya pasado, desde Margarita Robles a Fernando López Agudín a la acomplejada exaltación del nacionalismo sabiniano? ¿Acaso por lavar la mala conciencia por el posible trabajo sucio anterior?.

Ahora que el socialismo intenta derivar a un liberalismo semántico, ¿no queda “El País”, como excrecencia de ese “Madrid mitológico” sometido al nacionalismo, situado en los términos de estupidez que definía André Glucksman? ¿No se manifiestan más sus aristas de rancia prosapia de sociedad cerrada, de pseudoprogresismo ultraconservador y liberticida?.

La unidad de España forma parte de la más acendrada legitimidad republicana, de la mejor tradición liberal, tantas veces ejemplificada con niveles de emblema en Bilbao, San Sebastián y Barcelona, entre otras urbes abiertas y, en su día, cosmopolitas.

Así como el terrorismo se alimenta del miedo, y por eso procura provocarlo en dosis socializadoras, así el nacionalismo se alimenta de ese intento de suicidio de España, de esos complejos de culpa de aparentes luchadores por la libertad que siempre han sido más bien luchadores contra ella.

En España

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