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El conflicto entre israelíes y palestinos es complejo, está lleno de matices y está alimentado por combustibles tan explosivos como los integrismos religiosos y el odio. Es materia para mesas de negociaciones y generaciones de pragmáticos. Pero la diferencia entre la barbarie y la civilización se establece, aquí y ahora, siempre y mucho más después del 11 de septiembre, en el rechazo sin paliativos, en la teoría y en la práctica, de la utilización del terror como medio para conseguir objetivos políticos.

De manera constante, en el seno del movimiento palestino actúan movimientos terroristas de singular crueldad, que perpetran masacres indiscriminadas entre la población civil, mediante el recurso al extremo nihilista del suicidio. Podría considerarse que –en el caso de Hamas y Jihad Islámica– se trata de formaciones incontroladas e incontrolables por Yaser Arafat. Esa afirmación ya entrañaría un déficit gravísimo en la política de orden público de la Autoridad Nacional Palestina y, por tanto, en su legitimidad de ejercicio. Algo así como si Francia se negara a combatir a ETA.

Sin embargo, en el propio partido de Arafat hay dos grupos terroristas, que utilizan los mismos medios inhumanos. Eso establece una complicidad directa y orgánica entre Yaser Arafat y el terrorismo, sin necesidad de recurrir al curriculum, ni a los secuestros de aviones, ni a la Olimpiada de Berlín.

La creación del Estado palestino, apuntado embrionariamente en la Autoridad Nacional, no puede establecerse, por mucha lógica que tenga o algunos se la vean, bajo la filosofía de la lucha contra la ocupación para convertirse en santuario de los terroristas, elevados a la categoría de shaid o mártir (definición coránica del terrorista integrista actual). Eso es tanto como pedirle al Estado de Israel que se suicide y a los israelíes que se dejen matar.

La postura de continuo respaldo de la Unión Europea a Yaser Arafat ha sido contraproducente, como se ha puesto en evidencia en sus efectos, porque ha sacado a éste de los límites de lo posible para establecer una dialéctica negociación-violencia: cualquier meta puede ser superada mediante nuevos ejercicios de propaganda terrorista. El objetivo final declarado era el genocidio de los isralíes mediante el criterio de propiedad de la tierra. En esos términos, Israel tiene derecho a la autodefensa, porque, a estas alturas, no se puede dar marcha atrás a la Declaración de Balfour y a 1948, salvo en un escenario de genocidio.

Es lamentable que la UE se mantenga en una notoria hipocresía, pidiendo a Israel que establezca criterios distintos a los que la propia UE mantiene en su seno, en cuestión tan básica como el terrorismo. Esa contradicción hipócrita es tanto más lamentable en el caso de España, sometida a un chantaje de los violentos que, con toda razón, se niega a aceptar.

La utilización de unos criterios, para consumo interno, y otros distantes, en la política internacional, es una de las más graves curiosidades del momento. Un error persistente y moralmente censurable. Hay, de fondo, un antiamericanismo latente. La UE no asume que su política de seguridad es, desde la segunda guerra mundial, básicamente dependiente de la norteamericana. Ello tiene notables beneficios para los europeos. No sólo ha permitido la supervivencia de un espacio de libertad frente al nazismo y durante la guerra fría. Además representa un sustancial ahorro de dinero público y de vidas humanas “europeas”, pues son los norteamericanos los que ponen el dinero y las vidas en defensa de la libertad.

El intento de que la UE mantenga una voz diferente de la política de los Estados Unidos –con la destacable excepción de la relación preferencial de Inglaterra– se traduce en posiciones discrepantes. En las relaciones internacionales, sobre todo ante conflictos, los matices pueden transmitir la imagen de auténticos abismos. No parece muy alejado de la realidad señalar que Arafat ha podido entender que podía presionar a Israel y Estados Unidos con la UE y la postura de Aznar de pedir una entrevista con Sharon con la condición de poder entrevistarse con Arafat es cuanto menos una ingenuidad, como lo fue situar, en Mallorca, al líder palestino como una víctima del terrorismo.

Con su ambigüedad, la UE ha ayudado a intensificar el conflicto, en vez de resolverlo. Pero esa ambigüedad, llena de complejos de culpa e inferioridad, es muy grave porque rompe el consenso básico –absolutamente necesario desde el 11 de septiembre– de situar como prioridad máxima la lucha contra el terrorismo y de negar a éste cualquier virtualidad en el diálogo político. Que España lidere esa ruptura se sitúa en términos de esquizofrenia moral e hipocresía política.

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