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Enrique de Diego

La ilusión ausente, y necesaria

Llevaba tiempo sin asistir en directo a una sesión parlamentaria, así que quizás esperaba más de lo que podía recibir. Apunto para el lector tal subjetivismo. Porque, al margen de balanzas, sondeos de ocasión y ránkings pugilísticos, el debate ha sido decepcionante y lo demás es comentario. Al margen del “picoteo insustancial” de Rodríguez Zapatero (Borrell era un genio a su lado, cuanto menos un hombre serio) y de la “experiencia engolada” de Aznar, lo que no he percibido es esa dosis de ilusión sugestiva sin la que la vida —también en sociedad— se hace tediosa.

Entre tanto economicismo, la extemporánea propuesta de celebrar el IV Centenario de El Quijote parece un perla cultivada, si no cupiera la sospecha de que se trata de una cortina de humo sobre los desbarajustes en las convicciones y los abrumadores derrotismos de Zapatero tras las elecciones vascas. Es, en cualquier caso, una buena noticia para pesebres y camarillas que han hecho de la cultura la gran asignatura pendiente del PP, el desierto yermo, al margen de los relatos breves y los plagios.

Innegable es que en estos cinco años la economía española, y por ende la de las familias, ha mejorado gracias a la puesta en marcha de fórmulas de liberalismo económico. Los que propugnamos en su día tales soluciones —en medio de las descalificaciones de tanto fervoroso aznarista actual (cosas veredes, amigo Sancho) — podemos sentirnos orgullosos del logro de objetivos humanitarios —el liberalismo es humanismo, no mera doctrina económica— como la reducción del paro, con la consiguiente seguridad para las familias y autoestima para los individuos.

Empero, el liberalismo económico, desgajado del equilibrio armónico general, degenera en economicismo, en tecnocracia benigna, mas, a la postre, tediosa. Es necesaria una dosis de ilusión, no tanta como para que la racionalidad se nuble, ni tan poca para que se adormezca. Por ejemplo, el debate sobre Piqué no es judicial, sino de niveles de tolerancia éticos. Y la cuestión de fondo es si el regeneracionismo no fue, en tantos, una forma edulcorada de oportunismo.

Tras las elecciones vascas del 13 de mayo, era esperable el discurso de la sociedad abierta, de la idea y la realidad de España como ámbito de defensa de la pluralidad y la libertad personal, pues el nacionalismo manipula con una tosca pluralidad colectiva hacia fuera, de confrontación, para agostarla de puertas hacia adentro, en sus fronteras geográficas, mitológicas o metafísicas, para intentar dominar cuerpos y almas. Las convicciones están claras pero el énfasis es cansino. No se percibe esa ilusión sin la que el liderazgo deviene en cotidianeidad apacible pero chata.

Y lo cierto es que España va bien, pero no tanto como para que en tres zonas de España haya movimientos separatistas virulentos, compenetrados en la declaración de Barcelona y con fuertes apoyos de la Panzer mediática. Retomar la iniciativa es compatible con el compás de espera concedido a Ibarretxe. Es preciso mostrar, con sólidos fundamentos intelectuales, la superioridad ética de un proyecto nacional de libertades, con base en la economía pero sin agotarse en ella, sobre el intento autoritario de uniformizar las mentes con cánones culturales. Recuperar la ilusión, incluso como estado de ánimo, es combatir la conspiración desmovilizadora. Y la ilusión estuvo del todo ausente en el debate del estado de la nación.

En España

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