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La competencia es fundamental en el mercado del pan. Ello permite una diversificación de la oferta: panes de diversos tipos, con mejor calidad y a precios más bajos, o con mejor relación entre calidad y precio. No se trata sólo de una cuestión de eficiencia, que también, sino de principio, de libertad, de capacidad de elección.

La competencia es mucho más importante en los medios de comunicación. Afecta de manera más directa a la libertad, a la básica, a la miliar, a la fundamental de una democracia. No es preciso citar a Jefferson, pues esto es una obviedad.

La libertad de expresión en España está gravemente amenazada. La fusión de las dos plataformas implicaría tal concentración de poder, que en una etapa ulterior se extendería un completo monopolio con pequeñas zonas de resistencia, con las que se iría acabando de una en una.

Ningún sentido tiene –resulta indignante– que la amenaza contra la libertad se establezca sobre falsos criterios de mercado. Es mucho mejor que quiebren ambas plataformas, que no que quiebre la libertad.

Por supuesto, la situación actual no es responsabilidad –no, completa– del PP y de José María Aznar, pues con anterioridad el intervencionismo felipista fue favoreciendo una posición hegemónica. Los intentos de equilibrarla han resultado fallidos por errores conceptuales –y también de factor humano–, en los que no es de poca importancia el hecho de que se ha tratado de combatir el mal con dosis del mismo veneno, pretendiendo establecer una especie de lucha de monopolios. Al final, como era de lógica, los dos monopolios consideran más rentable concentrarse en uno solo. Ahora, como mal menor, se dice que la clave sería el reparto de poder en el Consejo de Administración.

Pero sí es responsabilidad de José María Aznar defender la libertad, aquí y ahora. Muchos entienden que se trata de una cuestión en la que median filias y fobias personales y no entienden la cuestión de fondo, para la que es circunstancial los apellidos en liza. Monopolizar los derechos del cine y el fútbol –casi todo el ocio– es ya de por sí una perspectiva próxima al Gran Hermano, al de Orwell, a la Unión Soviética. Desde esa posición absolutista se puede concentrar el negocio publicitario y asfixiar al resto de medios. Ganada la gran batalla, el resto serían escaramuzas: bastaría con ir haciendo dumping respecto a cualquiera de los competidores para extender el monopolio como una mancha.

Si ambas plataformas no son rentables, lo que deberían hacer es redimensionarse.

Por desgracia, el mundo de los medios, mediante la utilización abusiva de las cuestiones técnicas, ha sido de continuo intervenido a través de licencias y concesiones, ha dependido de manera constante del poder político. La concentración de medios no es buena para la competencia. Es, en términos de mercado, una falacia. Es su final. Todos perderían, pues el Gran Hermano podría imponer a todos sus condiciones. Y en un ámbito tan sensible como la libertad de expresión, supone un suicidio. No estamos ante un problema técnico, ni micro, ni macroeconómico, sino de Libertad, con mayúscula, indivisible y nuclear.

La libertad de expresión está hoy en peligro en España, en niveles superiores a cualquier otro momento de nuestra trayectoria democrática. Muchos son –entre los políticos– que parecen aspirar a un pacto abyecto, pero se llame Polanco o Alierta o el sumsum cordam, el monopolio de los medios es el final de la libertad y la conversión de la democracia en mera ficción. Esa es la situación actual. Lo demás es literatura u oportunismo.

En Libre Mercado

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