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La violencia ejerce un extraño sortilegio intelectual, quizás un profundo síndrome de Estocolmo, de forma que quienes la practican pronto son analizados como detentadores de alguna verdad arcana. Si alguien está dispuesto a matar se supone que tiene una idea para ello. Ese extraño fenómeno de relativismo moral ha vuelto a manifestarse en grado superlativo con esa colección de huérfanos de Marx que se conoce como movimiento antiglobalización, que es bastante como si se creara un movimiento antiley de la gravedad y se dedicara a convocar algaradas y poner bombas.

Lo del terrorismo se veía venir, toda vez que era previa la violencia callejera. Tales grupos, formados por algunos cazarrentas contrarios al libre comercio y jóvenes de grupos diversos de la ultraizquierda sin enemigo visible desde la caída del Muro, han gozado hasta hace bien poco de la comprensión casi sin excepción de los medios de comunicación generando prolijos análisis en los que no han faltado análisis abracadabrantes estableciendo relaciones con los movimientos pacifistas de los años sesenta y provocando adhesiones de personas bien intencionadas que llenos de amor a los pobres los crean, con malas políticas de efectos perversos, por millones.

Puesto que la última manifestación del comunismo en relación con Occidente fue el terrorismo estamos en el inicio del retorno a las últimas miasmas. Nada hay de alternativa en estos grupúsculos minoritarios ociosos, con tiempo y medios para desarrollar un curioso turismo ideológico, salvo la nostalgia del fenecido mundo totalitario y la violencia.

Nuestra irresponsabilidad en la comprensión es mayor porque nosotros tenemos experiencia traumática en esto de los huérfanos de Marx y de los movimientos antiglobalización. Tenemos a Eta, con los dos componentes, y al PNV, reserva espiritual de la reacción nacionalista.

En España

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