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Enrique de Diego

No lloro por ti, Argentina

La crisis de Argentina no es sólo económica, es moral. La económica está siendo tratada con la altura acostumbrada por maestros en la materia desde estas páginas. Ambas, en cualquier caso, van ligadas. Pero cuando se indica que es una crisis moral no se restringe a la clase política, manifiestamente prebendaria y corrupta, sino también a la población, que lleva décadas —algunos dicen que desde los años treinta— avalando una turbia forma de demagogia.

No hay más que analizar los discursos entre la inoperancia y el insulto a la inteligencia que han venido difundiendo la caterva de presidentes que se han venido sustituyendo, sin la mínima lógica democrática de unas elecciones anticipadas, con programas claros y avalados por la ciudadanía. Casi todas las estupideces que han sido arrumbadas por la práctica son lanzadas con el peculiar acento argentino con un tardío coro de caceroladas que hace tiempo debió producirse en las urnas. Desde la sublimación de la caridad estatal, al patrioterismo económico, hasta llegar a la autarquía —compre argentino—, cada día es una demostración de un desquiciamiento extendido, en un país con fama de psiquiatrizado, en el que la demagogia en estado infantil, encarnada por Evita Perón, sigue siendo un icono respetable.

Tan respetable que el matrimonio Duhalde, lo primero que ha hecho es intentar reproducir el modelo, para ver si cuela, con la Chiche de ministra de la demagogia más cutre y barata, acompañada de sus manzaneras, una especie de comisarias políticas de la caridad que van estudiando las necesidades de cada manzana, y que ahora han culminado su misión, porque los problemas se acumulan. Los hay que aman tanto a los pobres que los crean por millones. Es el caso de los peronistas.

Una nación que estuvo entre las diez de mayor renta per cápita, y que pudo ser una de las grandes potencias económicas, es hoy una miseria purulenta, que viene trasladando al ámbito internacional la constante de su política nacional: la mendicidad profesional, el esquema prebendario llevado a su nivel más cutre; ahora ya de subsistencia.

Entre todos los males argentinos hay uno definible, evidente, visualizable: el peronismo, ese esperpento familiar de Perón y Evita e Isabelita y ahora la Chiche, que da para un musical pero no para sostener los niveles de población actuales de Argentina. El peronismo fue una de las formas de fascismo. Un fascismo verborrágico y nacionalsindicalista, con fraseologías de beatería pacata.

Argentina, por mucho que duela, no es que necesitara, es que estaba abocada a una catarsis, porque se basa en un error moral: la sublimación del resentimiento. Evita era una resentida (embalsamiento impúdico, superado por el de Lenin). Perón, un espadón con afinidades nazis. El último icono, Maradona, digno de conmiseración, adora a Castro. Helena de Bonafini se felicitó por los muertos de las Torres Gemelas y por los asesinatos de Eta. La demagogia es el consenso argentino. Una forma de picaresca que corroe cualquier sensatez y está llegando a su reducción al absurdo, a la consecuencia lógica de sus contradicciones internas: la sopa boba. Resulta asombroso observar el mísero discurso de Duhalde, administrando una situación que él ha ayudado a crear, aunque resulte ortodoxo y civilizado al lado del de Rodríguez Saa y aquella broma del argentino, monumento al voluntarismo por encima de la realidad.

Argentina va hacia el tercermundo porque lleva tiempo viviendo en el tercermundismo. En una de sus formas más esperpénticas: el peronismo. No lloro por Argentina. El musical ha concluido en tragedia. Hay que reescribir todo el libreto y reinterpretar la historia. Lo que tienen se lo han ganado a pulso con toneladas de demagogia envueltas en histérico orgullo patrio. La culpa la tienen los políticos, pero no sólo.

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